Alejandra Toledano (Tengo un nombre, utilízalo)


 

TENGO UN NOMBRE, UTILÍZALO

Alexander Graver, me llamo Alexander Graver. No soy “el negro del pueblo” o tu “amigo el negrito”. Tengo un nombre, una historia.

 

Nací en Annapolis, en el estado de Maryland en un barrio pobre. Vivía con mi madre, Suzzane, y con mi padre, Sean.  Éramos una familia humilde. Mi padre era el conserje del Gunston School, un colegio privado al que solo van niños ricos, y mi madre era camarera en la cafetería de la esquina. Yo iba al colegio de mi distrito todos los días andando, y por la tarde, después de jugar al baloncesto con mis amigos me venía a buscar mi padre.

 

Era un estudiante brillante, y el colegio en el que trabajaba mi padre me ofreció una beca para estudiar allí, ya que necesitaban alumnos que subieran su media. Fui a hacer la entrevista, pero no me gustó el sitio. Los niños me miraban muy raro, casi como si no quisieran que estuviera allí. Todos vestían con un uniforme muy bonito y tenían mochilas muy caras. Cuando volvimos a casa les dije a mis padres que no quería ir allí porque los niños parecían muy malos. Mi madre me dijo que me habían ofrecido esa beca para quedar bien dando una beca a un niño de raza negra, como si fuese su obra de caridad. No entendí a qué se refería con eso.

 

Un día, para ser concretos, el 28 de enero de 2010 le estaba esperando fuera, a la vuelta de la esquina en los soportales del quiosco donde mi padre me compraba los cromos de béisbol cuando su jefe le daba un bonus. Ese día estaba tardando mucho. le esperé durante horas, pero como no venía le pedí a Ricky, el dueño de la tienda, que me llevase a casa ya que ya era de noche y no era seguro para un niño andar solo a esas horas en esa zona. Había habido muchos atracos y secuestros, ahora me daba miedo ir solo al colegio por la mañana.

 

Cuando llegué a casa había un señor con traje y corbata en mi salón, si se puede llamarlo así, con mi madre, que estaba llorando. No me dejó ni darle un abrazo, me mandó a mi habitación. Subí las escaleras hasta la mitad, y seguí dando pisotones para hacer creer a mi madre que había subido del todo, pero quería escuchar. No entendía nada de lo que decían, así que me fui a mi cuarto a leer un comic esperando a que volviese mi padre de trabajar o que mi madre viniese a decirme que estaba pasando.

 

Mi madre no me dejó salir de casa en toda la semana, y mi padre todavía no había vuelto. Me desperté al día siguiente con ruidos, venían de abajo. Cuando bajé no quedaba ningún mueble y estaba todo lleno de cajas. Tenía solo 8 años, no entendía qué estaba pasando. Mi madre me dijo que nos íbamos a mudar a una casa más grande y más bonita en otra zona.  No le di mucha importancia porque mi casa era muy pequeña. Solo tenía dos habitaciones, un baño y una cocina en la que teníamos sofá y televisión. Además, ya no me gustaba dónde vivíamos. Ahora era peligroso y había mucha venta de drogas. Ya no era feliz.

 

Me subí al coche como me dijo mi madre, con mi pelota de fútbol y mi MP3. Me dijo que era un viaje largo y que pararemos en la gasolinera para comprar Cape Cod 's, mis patatas fritas favoritas.  No sabía dónde estaba mi padre, no le veía desde hacía ya unos cuantos días. Cada vez que le preguntaba a mi madre me decía que él vendría a la nueva casa en unos días.

 

Después de 8 horas y media llegamos a la casa nueva. Mi madre no mintió cuando dijo que era más grande, aunque no entendía cómo la habían comprado, si casi no teníamos dinero.

 

Mientras que mi madre estaba arriba deshaciendo las cajas, yo estaba montando mis legos en el salón cuando sonó el móvil de mi madre. Como no bajaba, lo cogí yo. Llamaban de un hospital y parecía urgente, así que subí corriendo a darle el móvil a mi madre y luego volví a bajar para seguir comiendo.

 

Ya eran las 8 y media de la noche y todavía no había cenado. Subí a preguntarle a mi madre cuando íbamos a cenar, y la encontré llorando agarrada a un marco con una foto de mi padre y yo. Cuando me vio me dio un abrazo, se secó las lágrimas y bajó conmigo a la cocina. Yo me senté en la mesa mientras mi madre me preparaba un sándwich de mermelada y mantequilla de cacahuete. Antes de dármelo me dijo que tenía que hablar conmigo sobre algo importante.

 

Esa noche me enteré que mi padre no iba a venir. Que no iba a volver nunca. Me dijo que se había ido al cielo.

 

Mi padre murió el 29 de enero de 2010 después de haber sido golpeado hasta quedar inconsciente por un niño de 16 años que se había enfadado porque mi padre le había pillado colándose en el colegio cuando estaba cerrado y quería llamar al director, ya que además había roto una ventana del centro. El chico le golpeó hasta que mi padre se quedó inconsciente, y luego huyó, como un cobarde. Esa noche, otro conserje le encontró en el suelo y llamó a una ambulancia.

 

El señor que vi en mi salón ese día era el padre del chico, que había venido a darle dinero a mi madre a cambio de que no dijera nada. Mi madre aceptó el dinero ya que casi no llegábamos a fin de mes. Pero el señor insistió que mi padre no podía volver a trabajar en ese colegio porque era muy arriesgado, alguien se podía enterar y la vida de su hijo quedaría arruinada. El señor le ofreció a mi madre una de sus propiedades en Maine. Dijo que podríamos vivir allí y que él se encargaría de conseguirles un empleo, a ella y a mi padre, una vez que se recuperara. Mi madre pensó que eso sería lo mejor para todos. El estado de Maine parecía muy tranquilo, y la casa estaba en un buen vecindario.

 

Esto me lo contaron cuando cumplí 14 años. La historia que mi madre me había contado era que unos chicos le habían atracado por la calle. Cuando me contó la verdad no me lo podía creer. Mi madre también me dijo que el trabajo de mi padre era muy difícil. Los alumnos de su escuela se reían de él por su color de piel, le gastaban bromas, le ponían la zancadilla en los pasillos, y tiraban basura al suelo a posta para que el la recogiese. Hasta ese momento no me paré a pensar en lo que significaba tener un color de piel oscuro. En mi antiguo barrio de Maryland, todos mis vecinos eran de raza negra. Yo no tuve ninguna relación con alguien blanco hasta que nos mudamos a Maine, donde pasé a ser el único. Algunos chicos me llamaban “el chico negro”, cosa que me molestaba porque tengo un nombre, pero no quería problemas así que nunca dije nada.

 

Mi madre sigue creyendo a día de hoy que lo que le pasó a mi padre fue un acto de racismo, ya que ese chico, en particular, siempre le había complicado mucho el trabajo y ya había tenido problemas con el antes. Una vez insultó a mi padre por su color de piel, usó una palabra que empieza por la “n” y le expulsaron unos días a casa. Desde entonces, pasaba el día amargando a mi padre. Yo pienso que le pegó así de fuerte porque le despreciaba tanto y se creía tan superior, que casi no le veía como una persona.

 

A día de hoy, mi madre está casada con Nikolas y tiene dos hijos con él, gemelos. Seguimos viviendo en la casa que nos había dado la familia del chico, aunque ahora está a nombre de mi madre y de su marido. Está en un barrio muy tranquilo y familiar. Esta es la vida que siempre había deseado, y daría lo que fuera por poderla compartir con mi padre.


Alejandra Toledano Rodiño, 1ºA, Noviembre 2020


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