Clara Solchaga Moraga (La Casa Pitufa)


 

LA CASA PITUFA

Desde el minuto uno que aparecí en este mundo, he estado rodeada de personas. Venían salían, pero yo siempre me quedé en el mimo sitio, tampoco es que pudiera irme. Gracias a ellos tuve la oportunidad de conocer a la familia Ibáñez.

 

En el año 1967, vinieron a mí en busca de una nueva vida. En mis ventanas pusieron cortinas, en mis habitaciones muebles, en mis escaleras moquetas... en unos días estaba yo totalmente decorado y amueblado. Mientras me decoraban, me fijé en los cuadros que colgaban en mis paredes, solo estaban ellos dos y un niño pequeño. Descubrí que se trataba de su hijo, que venía lo suficiente para que me aprendiera su nombre, Eduardo. Los padres, Lorena y Ricardo, hablaban mucho de él, pero siempre que lo hacían había un tono triste en su voz.

 

A lo largo de los meses, fui conociéndolos más. Una tarde de noviembre, entró Eduardo por mi puerta de color azul, con su increíble sonrisa que siempre ponía al volver a casa. Le gustaba llamarme la “casa pitufa” debido a mi color. Me hacía gracia. Así pues, esa tarde volvían más preocupados de lo normal. Al parecer, el hijo padecía de una enfermedad poco común y tenía que ir y venir del hospital. Ricardo, su padre, contaba esta historia por teléfono repitiendo que no pintaba bien. Una bruma de frustración me cogió al enterarme de esto, como un niño tan pequeño debía pasar por una pesadilla como esa. Al parecer se preparaban para una operación el día 3 de diciembre.

 

Hasta la llegada de ese día, Eduardo se pasó los días en mi jardín. Le veía todas las mañanas jugando al fútbol y como el padre le dejaba ganar. Por las tardes, su madre le enseñaba a sumar, sin embargo, Eduardo estaba incluso más perdido que yo. Pero, mi parte favorita del día era cuando se hacía de noche. Los tres se sentaban en una mesa para jugar al UNO. Hace unos días, Eduardo se rio tanto al jugar que le salió agua de la nariz de la risa. Además, en el tiempo que pasó aquí descubrió lo mucho que le gustaba pintar. Todas mis paredes tenían sus cuadros en los que yo también salía. Me encantaba ver a Eduardo tan feliz. Verlos a todos juntos sonriendo, sin preocupaciones me llenaba de felicidad, deseaba tanto que este fuera nuestro día a día. Aun así, no se podía evitar lo inevitable, el día de la operación se acercaba. La noche antes de la operación, cenaba la familia en el salón viendo la serie favorita del niño: Tom y Jerry. Aunque nada más al acabar el primer plato, la madre se echó a llorar y abrazar al niño como si no hubiera un mañana. Le agarró con fuerza, le repetía como todo iba a salir bien mientras, lágrimas corrían por sus mejillas. Fue en ese mismo momento, ese día, en el que me di cuenta del amor incondicional que se tenía esta familia. Un amor tan sincero, puro, pero a la vez tan doloroso. 

 

Sé que, si los padres pudieran, cogerían la enfermedad de su hijo y la sufrirían por él. Era increíble. Jamás había visto algo igual. Cierto era que muchas familias se habían instalado en mí, no obstante, ninguna era como ésta. Al llegar la noche, todos se fueron a la cama, con un gran pesar, se les notaba en la cara. A pesar de todo, la paz reinó aquella noche.

 

Esa mañana del 3 de diciembre, los tres salieron por la puerta rodeados de una tristeza abismal. Eduardo me miró fijamente y, unos segundos más tarde, Eduardo se giró para decirme: “Adiós casa pitufo, nos vemos pronto”. Luego, se pusieron en marcha dejándome desolado, esperando que así fuera.

 

Aquella mañana que tenía el aire de ser bastante tranquila y normal, lo cambió todo. Cientos de coches empezaron a aparcar en el lado derecho del jardín. Salían personas con sus trajes más elegantes, iban en mi dirección dispuestos a entrar. Una hora después, el salón se había llenado de humanos completamente desconocidos que tenían como meta decorarme. Había guirnaldas en las lámparas de marfil, globos en las encimeras, galletas en las mesas… parecían querer festejar algo. Incluso había niños.

 

No lo entendí hasta que pareció un conocido de los cuadros, un hombre llamado tío Samuel. Vestido de traje se hizo esperar sólo para venir y desmontarlo todo. Gritaba explicando como nada de esto era digno de celebrar, como todo podía venirse abajo; le noté el mismo sentimiento de desesperación que tenía Lorena.

 

A la mañana siguiente, todas las personas se habían quedado a dormir, pero los Ibáñez no habían vuelto. Samuel, que se levantó de mejor humor, ayudó a poner los pequeños adornos de vuelta. La finalidad que tenían era la misma que la mía: recibir a Eduardo con los brazos bien abiertos de la mejor manera posible. Con esperanza, Samuel ya lo tenía todo preparado para el regreso de la familia que habitaba en mí, para el regreso de mi familia.

 

A las 10 de la noche entrando por mi vieja verja azul se encontraba el coche rojo al que todos esperábamos con ansiedad. El tío Samuel esperaba sonriente en la puerta principal. La puerta delantera derecha se abrió y apareció Ricardo que se dirigía a la otra puerta. Al abrirla salió Lorena con la cara roja, como si le faltara aire. Pero nadie más. No había nadie más dentro del vehículo. Ese vacío del coche provocó que Samuel se lanzara a los brazos de los dos. El abrazo que envolvía tanto dolor, se llenó de lágrimas y suspiros, todos nos dimos cuenta que nunca volvería Eduardo. Se había ido. Mi corazón se partió en mil pedazos.

 

Los días siguientes fueron días sin luz ni sonrisas. El sol había salido, pero nadie sentía su calor. Lo peor era ver a Lorena que salió de la cama en varios días. Además, el tío Samuel se había quedado para ayudar, lo que todos agradecimos. La pérdida nos había consumido tanto a todos que el polvo se había convertido en mi fiel compañero. Decidieron enterrarle en el jardín, cerca del cerezo, ya que era su árbol favorito. Lo que venía no eran tiempos buenos, pero todo mejoraría.

 

Finalmente, dos años después, los Ibáñez me pusieron una señal de “se vende,” A los pocos días ya se había instalado una nueva familia, con nuevos nombres, caras y personalidades. No obstante, antes de irse me dieron un regalo. Justo en la entrada donde Eduardo solía pintar pusieron otro cartel que ponía “LA CASA PITUFO”. Jamás me olvidaré de ellos por darme el mejor regalo, el enseñarme lo que es querer de verdad. Sé que todo lo que venga en mi camino será bueno porque, al fin y al cabo, si hay familia ¿qué más se puede pedir?

 

CLARA SOLCHAGA MORAGA, 1ºA, 5 noviembre 2020

 

 


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