HERIDAS
ABIERTAS
Nunca
olvidaré la mañana de aquel 6 de junio de 1984, la mañana donde mi vida y la de
mi familia se rompió en pedazos. Era una mañana muy calurosa para ser
principios de junio en Hondarribia, razón de más para que se me pegasen las sábanas
a las siete de la mañana cuando mi padre me despertó. Entre el calor que hacía
y que al estar de exámenes me había quedado estudiando hasta tarde le pedí que
me dejase dormir un rato más. Él me dijo que si me quedaba durmiendo más rato
tendría que ir yo sola hasta el instituto, ya que él tenía que abrir la
carnicería que regentaba en Orio y a la que se tenía que desplazar en coche,
por eso casi todas las mañanas aprovechaba y me dejaba en el instituto. A pesar
de que sabía que me arriesgaba a llegar tarde al examen de química me quedé
durmiendo un rato más. Antes de que me volviese a dormir y mientras mi padre
cerraba la puerta, contemplé el póster pidiendo la liberación de los presos de
ETA que, para fastidio de mis padres, presidía mi habitación.
Me
desperté justo cuando mi padre se despedía de mi madre para irse a trabajar.
Escuché el chirriar de la puerta de casa al cerrarse y poco después sus pasos
por la calle. Eran unos pasos firmes y rápidos, por lo que supuse que llegaría
tarde a la carnicería. Escuché como cerró con un portazo la puerta del coche y
arrancó. De repente, se produjo una gran explosión que hizo temblar las paredes
de casa. Mi madre soltó un grito desgarrador, al instante me di cuenta de lo
que había pasado, habían puesto una bomba en el coche de mi padre.
Cogí
de la mano a mi hermano Koldo que estaba aún más aturdido que yo y empezamos a
bajar las escaleras que, justo antes, había bajado corriendo mi madre. Al
llegar abajo vi la escena más horrorosa que os podéis imaginar, el Renault 5 de
mi padre era todo un amasijo de hierros ardiendo y justo antes de que la
policía nos apartase de la escena a mi hermano y a mí vi parte del cuerpo de mi
padre desmembrado debido a la explosión, esa imagen no se me borrará de la
cabeza nunca. El olor a quemado era horroroso, tanto que no se podía ni
respirar, pero eso a mi madre parecía darle igual, ya que ella lloraba
desconsolada al lado del coche ardiendo y a mí se me partía el alma al escucharla
llorar de esa manera.
Subí
las escaleras corriendo y entré a mi casa, me di cuenta de que seguía igual que
cuando mi padre había salido de casa apenas 15 minutos antes, sus paredes eran
ajenas al sufrimiento por el que estábamos pasando. Me dirigí a mi habitación y
rompí en pedazos el poster de ETA, pisoteé los trozos mientras las lágrimas me
resbalaban por las mejillas. Después me tumbé en la cama y lloré como nunca lo
había hecho, lloré hasta que las lágrimas empañaron tanto mis ojos que no pude
ver, lloré intentando ignorar las sirenas que oía de fondo, lloré buscando un
consuelo que aún 36 años después sigo sin encontrar.
Os
preguntareis porque le mataron, esa misma pregunta me la hice yo cuando le
mataron, no comprendía porque un carnicero, vasco de pura cepa podía haber sido
asesinado, como podía la muerte de mi padre ayudar a conseguir la independencia
del País Vasco. Yo sabía que a mi padre ETA no le gustaba y que sufría al ver
como yo me dejaba influenciar por la gente del instituto hasta llegar a
idealizar a esa panda de terroristas. Porque sí como ya habéis visto, yo, como
la mayoría de los adolescentes vascos, me dejaba llevar por la presión social y
me creía los argumentos que daban mis amigos y profesores para justificar los
actos de ETA, e incluso defendía las acciones de esos asesinos. Por eso tenía
esa pancarta en mi habitación a favor de los presos de ETA que nos habían
regalado a mi grupo de amigos y a mí al ir a una manifestación a favor de los
presos etarras. Pues resulta que un día en una taberna al ver el último
atentado de ETA en la televisión no se cortó un pelo y empezó a decir consignas
contra ETA, tuvo mala suerte, ya que en la taberna también estaba un cabecilla
de ETA, que, aparte de pegarle una paliza a mi padre a la salida de la taberna,
le fichó y lo situó como uno de los objetivos de la banda. Esto provocó que
recibiese cartas amenazándole, que perdiese la mayoría de los clientes de la
carnicería y muchas cosas más que nos ocultó para no preocuparnos.
Y
así fue como con 17 años perdí a mi padre de la manera más traumática posible.
El dolor de perder a tu padre y encima de esa manera nunca se te va, al igual
que nunca se irá el dolor que siento al no poder vivir en mi pueblo, en
Hondarribia, donde crecí y a donde no he podido volver por miedo. ETA me jodió
la vida y aunque hayan dejado de matar, las heridas que han dejado a su paso
siguen abiertas y veo difícil que lleguen a cicatrizar.
En
memoria de todas las víctimas de ETA y sus familias.
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