Ainhoa Soto García (La verdadera soga)

 


LA VERDADERA SOGA

 

10 de enero de 1935. Me sorprende la indiferencia que muestra el ser humano en ciertos aspectos, aspectos como el tiempo. Una palabra que ni si quiera somos capaces de definir sin pensar demasiado en como explicarnos, y la manera más fácil de deshacernos de esa pregunta es mediante una comparación. Comparaciones horribles y aburridas. Lo comparamos con un reloj de cuerda frio y sombrío; yo diría mas como la soga de la dama de la guadaña.

 

Pese a los malos adjetivos que le damos al tiempo ni si quiera nos molestamos en pensar en si estamos perdiéndolo, en si ya tenemos la soga en el cuello, o si todavía no tenemos ni el nudo hecho. Preferimos ahorrarnos la charla de que aprovechemos y que bla bla bla… Pero hasta que no cae la guadaña no nos paramos a pensar en el tiempo, hasta que la muerte le toca el hombro y se lleva en su cúpula de humo grisáceo a alguien cercano no nos percatamos de la fugacidad del tiempo y de la vida.

 

17 de enero de 1934. Cuántas noches me habré pasado despierto comido por el insomnio, ¿cuántas? Quizás dos, quizás tres, no lo sé, tampoco sé dónde estás, papá. Desde que te fuiste mamá no para de llorar, y yo no paro de escribir mis memorias. En aquel tren al que te obligaron a subir con tanto desprecio aquellos militares, hijos de… menos mal que por lo menos subiste con el tío Frans, es lo único que me sirve de consuelo. Esto es peor que saber que estás muerto, es mucho peor no saber donde andas, si estas muerto, si estas enfermo, nada, la incertidumbre come más que un pez gordo de los altos barrios, es tanta la curiosidad, que podría ir allí a donde estés solo para saber porqué no te resististe al subir a ese tren.

 

17 de febrero de 1934. Me he despertado sin saber qué día era hoy, claro, si mamá tiene la delicadeza de despertarme con un cazo de agua helada, pues ya ves tú. No llegan a ser ni las 9 am y mi madre ya está con una expresión de preocupación. ¿Qué ocurre?-Dije con esperanzas de que no me mencionase a papá. Dos agentes preguntan por ti, dijo. De pronto noto como mi expresión facial cambia tras recordar que la semana pasada al vecino de al lado también lo visitaron a su casa varios hombres de uniforme. Abro y lo primero que hacen es darme un sobre, posteriormente, se giran y desaparecen en cuestión de segundos.

 

15 de enero de 1935. La soledad es el único compañero de vida que me queda, pese a que este rodeado de personas trabajando, comiendo e incluso durmiendo. Desde que la muerte toco a tu puerta, y yo fui consciente de ello, sueño con la soga que lleva en la mano, y cómo esa sombra sin rostro me vigila desde lo alto del precipicio. Esta soledad me duele más que los latigazos que recibo por caerme al dejar el carbón, y ahí está ella, quieta sin hacer nada, observando mis agonías cuando la punta de la cuerda roza mi espalda.

 

Suplico mil veces y la rezo aunque sea pecado rezar a la muerte, le pido que me envuelva de una vez con su manto negro y me saque de este mundo y de este cuerpo, pero nunca responde, solo me observa, pero luego agacho la cabeza para respirar, y cuando la levanto para dedicarle un grito de piedad aún más alto, desaparece.

 

20 de febrero de 1934. La dirección que había en la carta daba a esta estación, y aquí me hallo, con mi equipaje, y con un montón de hombres y jóvenes de mi edad. Oigo rumores de no se qué campo hablan, un lugar de trabajo. Pero buen según la carta el tren nos volverá a traer en tres meses con lo cual no es tanto el tiempo que pasará mi madre sola. De todos modos comienzan a asustarme ciertas personas aquí.

 

Gris, frio y feo. Son los tres adjetivos que mejor describe aquel lugar en el que paro el tren. Allí nos esperan un grupo de militares bastantes serios que nos obligan a ir en fila a un lugar quien sabe cual, y sin coger nuestro equipaje. Que nos lo darán luego decían, que nos lo encontraremos en nuestras “habitaciones” decían. Empujones e intimidaciones, golpes a un anciano, ¿qué es esto? ¿Qué clase de trabajo es este?- Pregunté en un tono para mi mismo pero parecía que uno de los soldados me escuchó. Cierra la maldita boca judío de mierda-Exclamo antes de propiciarme un fuerte golpe con su arma.

 

30 de mayo de 1934. Tres meses de subidas y bajadas de carbón a altísimas temperaturas del horno, el sudor empapa mi uniforme, el cansancio hace que me tiemblen las piernas y apenas tenga fuerzas para hablar, pero por lo menos estoy contigo, papá. Sigo sin asimilar que te encontré en aquella habitación con 25 camas de paja con todos aquellos hombres, me costó muchísimo escuchar que habías estado solo tantos meses tras la muerte del tío Frans, cuantas noches en vela has pasado, cómo te han pegado, humillado y matado psicológicamente, puesto que tú ya no eres tú.

 

5 de junio de 1934. Ha caído la guadaña. La soga se ha colocado alrededor de tu cuello y se ha tensado. El tiempo y la muerte han ganado. Cualquiera diría que te han matado los soldados a golpes, podría afirmarlo yo que estaba presenciando como seguían azotando tu cuerpo desnudo, frio y sin vida. Pero quien te ha llevado ha sido aquella dama, la sombra encapuchada que ha alzado la guadaña de una vez por todas, ahora sí que te he perdido, y ahora sí que estoy acompañado con la soledad.

 

2 de febrero de 1935. Despertar con ruidos fuertes es horrible, levantarme y no alcanzar a coger nada de pan ya es costumbre, me tiro hasta la hora de la cena sin pegar un bocado. En fin, tampoco es relevante, no me afecta en absoluto, lo único que me preocupa es el olor tan raro y el humo que provienen de unos pocos kilómetros de donde estamos. En fin, me calzo y ya empezamos con las subidas y bajadas de carbón de nuevo.

El calor sofocante me pega en le frente y los rallos del sol no me ayudan. Hoy hace más calor de lo habitual, ¿o es mi impresión? Quizás este enfermo. Siento como poco a poco me está faltando el aire, pero me resisto y sigo trabajando. Hasta que la vista se me nubla, y me desvanezco, tardo dos minutos en despertar y lo único que recibo como “ánimo” son patadas de los soldados para que me levante. Intento tras intento, no consigo ponerme en pie debido a los mareos, cuando de pronto la veo allí, observando desde el tejado como agonizo en silencio, como mi rostro va perdiendo el color. No suplico por mi vida, puesto que llevo rogando que me lleve en su pompa fúnebre durante meses. En ese momento aquella calavera, amiga de la lápida sonríe desde el abismo.

 

Ainhoa Soto García 1ºBachillerato A, 31 de enero de 2021

 


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