NO FUE LA ÚLTIMA VEZ
La tarde del martes se presentaba muy poco animada,
como siempre. El aburrimiento se había adueñado de mi ser. Mi habitación estaba
bastante vacía debido a la mudanza planeada para la semana que viene. Decidí
tomar las riendas de mi día y salir a tomar el aire. Cuando me dirigí a la
puerta, choqué con el mueble de mi padre y un sonido un tanto extraño llenó
aquella silenciosa habitación. Se oyó un crujido, pero, a la vez, cómo se caía un
papel. Me acerqué a la procedencia de ese sonido con delicadeza. Eran unos
papeles, si soy exacta, era una carta con mi nombre como destinatario. Noté un
escalofrío.
Poco a poco fui abriendo la carta que había encontrado.
La mano me temblaba. Jamás me habría imaginado lo que se hallaba tras ese
sobre. El miedo empezó a recorrer mis venas. Sin embargo, la ira era más
fuerte. ¿Por qué no había visto yo antes esto? Una vez que la abriera no había vuelta atrás. Así
pues, la abrí. Se me abrió la boca de par en par al ver mi nombre al principio
de la carta. Ponía “Querida, Raquel.”
La carta era para mí de mi padre. El corazón se me paró. No me atreví a seguir
leyendo.
Hacía tantos años que dejé de ver su letra
escrita en mis permisos escolares, en los informes que hacía, en el cuaderno
donde me explicaba que era el complemento directo... hacía tanto ya de eso.
Casi se me había olvidado su forma tan singular de escribir mi nombre con la “r”
que parecía una “p” y que siempre me hizo tanta gracia. Mi padre siempre había
sido un hombre ocupado, sin embargo, siempre tenía tiempo para su hijo. Hasta
los 18 años, él siempre fue mi mejor amigo.
Pensar en él trajo millones de recuerdos suyos
acompañadas de mis fieles amigas, las lágrimas. Me miré la mano derecha donde
estaba el reloj que perteneció a él. Fue el día 7 de febrero, el día que se fue
para luchar por nuestro país en la guerra de los Balcanes. La semana antes de
que se tuviera que ir, la pasamos entera juntos: probamos todos los tipos de palmeras,
vimos nuestras películas favoritas, jugamos al baloncesto, donde le gané estrepitosamente,
… solo los dos, como siempre. Sin embargo, ese día 7, nos tomamos una última
palmera sin saberlo. Ahí, sacó del bolsillo el reloj para que siempre me
acordara que para él también sería la misma hora y así estaríamos más juntos.
Tras pasar las 5 de la tarde salió por la puerta, despidiéndose, y me dijo: “Te quiero hasta que el sol se apague” ya
que este nunca se apagará igual que nuestro
amor del uno por el otro. No obstante, no me di cuenta de que esa sería
la última vez que le dijera un simple “te
quiero” o que le viera, o que le abrazara... Fue en ese instante, al abrir
la puerta, en el que mi vida se escapaba también con él.
Como olvidar ese
momento, que intenté reprimir desde ese último día. La casa estaba repleta de sus
recuerdos. Debía armarme de valor. Era necesario.
Todos estos
sentimientos, llenos de dolor, volvían a mi memoria. Comencé a leer la carta. La
carta decía lo siguiente:
“Querido Raquel:
Sé que prometimos no escribirnos, sin embargo, echo de menos
esa sonrisa tuya. Ojalá poder verla por última vez. Las cosas aquí no están
bien, la mayoría de los hombres han caído, quedamos pocos. Por ello te escribo.
Pase lo que pase, necesito que recuerdes, con todas tus
fuerzas, lo orgulloso que estoy de ti. En estos 18 años no he podido tener más
suerte. He aprendido millones de cosas gracias a ti, pero la más bonita es que
tú me enseñaste la pureza de la vida, mi querida Raquel. Aunque mi labor de
padre no está acabado debido a tu ineficiencia al pronunciar la palabra “croqueta.”
Te prometo que te volveré a enseñar, porque ese 7 de febrero no fue nuestra
última vez. Siempre te vigilaré estés donde estés. Somos tú y yo para siempre
Raquel. No lo olvides.
Si te ha llegado esto significa que el día que nos
reencontremos tardará unos cuantos años más. No obstante, eres un muchacho
fuerte al que espero impacientemente a volver abrazar. Recuerdo cuando eras
pequeño que me preguntabas: ¿qué quieres ser de mayor? Siempre me hizo reír y
ahora, después de todos estos años ya lo sé, quiero ser como tú.
Por
último, recuerda que nos volveremos a ver, Raquel. Ese día no fue nuestra
última aventura.
Te
quiero hasta que el sol se apague,
Tu papá, Tenacio
Pd:
Prueba nuevos dulces por los dos.”
El corazón se me
partió en miles de pedazos. Me tiré al suelo con desesperación. La respiración
no me funcionaba correctamente. Intenté coger aire, era absurdo. Mi padre me
había escrito. Jamás llegué a despedirme y me culpaba por ello. En cambio,
ahora sé que nunca habrá despedida entre nosotros.
La carta se debió
quedar atrapada en el mueble y esto provocó años de culpabilidad. Lo primero
que hice fue llamar a mi amigo, Luis. Vino a casa me abrazó con intensidad,
solo él sabía por lo que había pasado todos estos años. Le leí la carta, llena
de frustración la sujetaba. El hecho de verla tan tarde... dolía. Nunca tuve
las agallas de abrir el mueble, siempre que había algo relacionado con él, lo
rechazaba. Luis lo sabía. Sin embargo, encontrar la carta, fue como un pequeño
rayo de luz.
Me vino a la cabeza el recuerdo de cuando me
enseñó a montar en bicicleta, ya que me caí un millón de veces, y, aun así, él
siempre me agarró el sillín, siempre. Siempre me protegió de peligros, sin
embargo, yo no le pude proteger del mayor peligro: la muerte. Ahora sé que no
fue culpa de nadie. Así poco a poco me quedé dormida.
Él sabía que las
cosas no estaban terminadas. Por eso, al día siguiente, me levanté como nunca
antes, y fui a tomar esa palmera por los dos. Así haré hasta el día de nuestro
reencuentro, viviré por él, por mí, por los dos. Mi alma partida en dos siempre estará por mi
gran papá valiente. Y grité al cielo no por última vez: “Te quiero hasta que el sol se apague, papá”
Clara Solchaga, 1A, 30 de enero de 2021
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