Elena Guevara (Mientras dormías)

 

MIENTRAS DORMÍAS

 

“¿Qué coño es eso que suena?”, me pregunto al escuchar unos estrepitosos pitidos que no parecen detenerse. Uf, menudo sonido tan molesto. Esta no es la mejor manera de despertarse uno.

 

Cuando, desubicado, logro entreabrir los ojos, percibo borrosamente el escenario que me rodea. Lo primero que veo es a un hombre con la mirada clavada en mí. No me resulta familiar. Supongo que es por el hecho de verle sólo la franja de los ojos, cubiertos por unas gafas transparentes. Viste un buzo de cuerpo entero y una mascarilla le cubre el resto de la cara. Al cabo de unos instantes hace su aparición una persona más, con la misma vestimenta, y muestra una preocupación inmensa por mi estado. Uno por aquí que no para de tocarme y hablarme, otro por allá poniéndome una máscara de oxígeno…No cabe duda, estoy en una habitación de hospital. Ahora la cuestión es: ¿Qué narices hago aquí? Y, aún más importante, ¿Qué hacen los enfermeros con unos trajes tan raros? Que yo sepa, solamente he visto trajes así en la tele, con esto del ébola hace unos años. Vale, la cosa pinta mal. Estoy en el hospital por x razón y todo apunta a que hay una enfermedad vírica detrás de todo esto.

 

Necesito explicaciones. Todo mi interior lo constituye ahora un mar de dudas. Pero al mismo tiempo me siento agotado, tanto física como psíquicamente. ¿Será este el mejor momento para activar todos mis sentidos y tratar de dar con una respuesta a todas mis preguntas? En ese momento decidí que lo mejor era relajarme y aguardar hasta que los enfermeros encontraran el momento oportuno para aclarar mi laguna mental.

 

No fue mucho el tiempo que tuve que esperar, por suerte. Una enfermera de dulce voz y ojos azul cristalino se dedica a preguntarme dócilmente cómo me encuentro y yo trato de contestarle con la mayor lucidez que puedo. Pero las primeras palabras que salen de mi boca son: “No sabes las ganas que tengo de viajar, ver a mis colegas y familia, ir a fiestas…” pero me detengo cuando escucho una risa salir de debajo de la mascarilla de la enfermera. Yo, todo extrañado la pregunto: “¿De qué se ríe usted?”, y esta es la respuesta que obtengo de su parte: “Verás, ahora tú también te vas a reír… Pues bien, Joseph, resulta que acabas de salir de un coma de nada más y nada menos que once meses, y, durante este tiempo, las cosas han cambiado mucho. Para empezar, el accidente que sufriste fue un atropello, pero lo importante ahora es que eres un chico joven y te recuperarás pronto. Ahora agárrate que viene el plato fuerte. Solo tres semanas después de tu accidente, todo Gran Bretaña, junto a otros muchos países, entraron en estado de confinamiento. ¿Por qué? Nada, una simple pandemia global por un virus al que llamamos coloquialmente “coronavirus”.

 

Pude advertir el tono irónico en sus palabras, que a diferencia de lo que ella decía, no me hacían ninguna gracia. Prosiguió diciendo: “Para ponerte en situación, debes saber que es un virus altamente contagioso, que se transmite sobre todo a través de las vías respiratorias. ¡Hasta tú lo cogiste! Pero no te preocupes porque lo superaste, y ahora tienes anticuerpos en la sangre, y esto disminuye el riesgo de que vuelvas a coger el virus en otra ocasión.”

 

Me costaba prestar atención plena a sus palabras porque estaba todavía un poco sedado, y, al mismo tiempo, desconcertado. Toda la información que me hacía llegar era demasiada, y, a su vez, demasiado difícil de asimilar. Así que yo, tontamente, con una mueca de confusión, la respondo: “¿Qué?”

 

Esto provoca en ella otra risa. “Pobre chico, menudo nubarrón le espera”, piensa la enfermera para sus adentros. “Tranquilo Joseph, llevará su tiempo, pero te acabarás acostumbrando a la “nueva normalidad”.

 

¿Qué está diciendo esta chica de “nueva normalidad”? Yo, sinceramente, no veo nada de normal en estos momentos. Un nuevo nombre para esa expresión brota de mi cabeza: “nueva subnormalidad”, me digo. Estallo en una carcajada, pero al darme cuenta de que la enfermera me miraba raro, decidí ponerme serio.

 

Entonces la digo: “¿A qué se refiere con eso de “nueva normalidad”?”. Kathy, la enfermera, cuyo nombre acababa de ver en un parche que llevaba en el traje, me contesta: “Ay qué tonta, no te he explicado sobre las medidas de seguridad para evitar contraer el virus.” Acto seguido pone la tele y enciende el canal de noticias BBC, que, como de costumbre, dejaría caer algunas de esas medidas acompañadas de imágenes.

 

Kathy me explica por qué la gente lleva mascarilla, por qué se ha dado un segundo confinamiento en Inglaterra y todo lo demás, que, a diferencia de mi caso, ya deberíais conocer todos vosotros.

 

En fin, todo esto es una mierda. No hay más palabras para describir la situación. Estoy tumbado en una cama de hospital, casi inmóvil, y lucho por combatir mis ganas de llorar. Pues sí chicos, aunque parezca que me he tomado la noticia un poco a guasa, empiezo a reparar en lo fuerte que es todo esto. La enfermera me ha hecho saber que no voy a poder ver a mis seres queridos hasta dentro de un tiempo, cuando se normalice un poco el asunto. Que lo más que puedo hacer es conectarme con ellos por videollamada. Pero todos sabemos que no es lo mismo que tenerles presentes contigo. Ver sus caras frenéticas de alegría al yo haber despertado del coma. Recibir un cálido abrazo de su parte, un beso, una caricia. Y ahora lo único que puedo sentir acariciar mi rostro son las lágrimas que corren simultáneamente por mis mejillas.

 

Pasadas unas horas en las cuales he tratado de esquivar todo pensamiento negativo que abordara a mi cabeza, oigo unos pasos aproximarse hacia mí. Deduzco que es un enfermero, claro está, nadie más podía venir a verme. Le reconozco, es uno de los enfermeros que me asistía al despertar del coma. Un chico joven, cuya mirada me recuerda un montón a la de mi hermano Jack. Quizá por los efectos de estar sedado, suelto un: ¡Jack qué alegría verte! Este me contesta: “¡Jo qué buen recibimiento es este! Yo también me alegro de verte Joseph.” Me quedé perplejo. Ese no era mi hermano Jack. Él trabaja de camarero en el pub “The Royal”. Bueno, pensé, hay mucha gente con ese nombre.

 

Se le veía majo al chico y entablamos una agradable conversación. Resulta que estudió en el mismo insti al que yo fui, y pasamos un buen rato hablando del tema. Pasado un rato, a modo de pitorreo le dije: Jack, ¿no podríais volverme a dormir? Total, para las noticias que he recibido al despertar…

 

Se partió de risa, ya que habíamos estado de coña un buen rato y sabía que no iba en serio. Aun así, me dijo: “Joseph, amigo, si has sobrevivido a un terrible atropello, puedes con esto y mucho más. Hazme caso, sé que ahora piensas que nada puede ir a peor, pero una actitud positiva te hará ver las cosas de otro modo. Pronto te recuperarás y tendrás más ganas de vivir la vida que nunca. Piensa en toda la gente maravillosa a la que conocerás, todos los lugares que visitarás cuando acabe todo esto…Así que escúchame, si estás vivo es por algo.”

 

Joder, menuda labia tiene el chaval. Sin habérselo pedido me suelta un discurso filosófico, pero oye, era lo que necesitaba oír. De hecho, recibiría ese tipo de estímulos positivos cada día, cuando Jack se pasaba a conversar conmigo y a darme ánimos. Ojalá más gente como él.

 

Después de un largo día de mi nueva vida, concilié el sueño, y, por primera vez en once meses, soñé. Soñé con una vida pasada. Devolví a mi memoria todos aquellos recuerdos previos a mi atropello. Al despertar, pensé que me encontraba en mi acogedora habitación, llena de posters de jugadores de hockey, mi pasión. Pero no era así. Estaba en esa diminuta habitación de hospital, teniendo que enfrentarme un día más a la cruda realidad.

 

Elena Guevara Domínguez, 1ºB, a febrero de 2021.

Comentarios