Javier Rodríguez (El destino injusto)

 


EL DESTINO INJUSTO

 

El sol se encerraba entre las nubes, se estremecía lentamente entre lo gris, no podía hacer otra cosa que dejarse llevar por los movimientos de la naturaleza. El cielo lloraba cuantiosas gotas de dolor. Un techo oscuro cubría el mundo del que era imposible escapar. La luz del hombre ya no existía, se perdía dentro de lo más profundo del universo. Este mundo tan bello, había desaparecido, quedaba en el olvido. El poder nos agolpeaba ferozmente, la piedad ya no existía, la agonía de algunos se convertía en risa de otros. ¿Cómo puede ser nuestro destino fruto de las acciones de otros?

 

Las ventanas enmaderadas, tan sólo dejaban ver la oscuridad del paisaje que nos aguardaba en cada momento. Cada noche, mi piel rasgada estaba cubierta con tonos amarillentos de una frescura propia del martirio constante. Mis ojos incansables, tan solo permanecían abiertos ante el terrible porvenir que mi vida esperaba. La conciencia me bloqueaba el corazón, no permitía que sintiera la pérdida de mis compañeros, que desfallecían por la acción del recuerdo y la llegada de la muerte. La vida nos había maltratado, se veía que el mundo ya no nos necesitaba, éramos inservibles, atrasábamos el progreso de la Patria. Estos pensamientos se adueñaban de mi cabeza. Ni la belleza de la literatura tenía el derecho a leer, para arrojarme al sueño y a la imaginación. Mi espalda se encorvaba cada vez más, la joroba que ya tenía desde cuando era bien pequeño, se me acentuaba como la de un camello. La cantidad de carbón que tenía que llevar a cuestas era algo inhumano, pero ante la muerte cualquier cosa era mejor.

 

Ya llevaba unas cuantas semanas en ese sitio, dominado por la rabia y la ira, que odia a las personas bondadosas, en búsqueda de la gloria individual. El estómago rugía ante la necesidad de algo que lo hiciera parar; no había experimentado el sabor de la comida desde el día que ingresé en aquel lugar. Al menos se nos prometía que con el esfuerzo y el trabajo, podríamos lograr esa ansiada libertad, aquella que nos permitiera vivir el día a día como una persona normal, sin ser escupidos ni maltratados. ¿Qué había hecho su pueblo para ser tratado de esa manera?, seguro que era fruto de la envidia que cubre al Ser Humano, y no le deja ser feliz con su propia vida. De hecho, todos sus antepasados habían sido grandes financieros del Banco Federal Alemán. ¿Qué tipo de Ser Humano desprestigia la valía de cada persona, por su puro ego?

 

Mirando mis pies ensangrentados, teñidos de la textura grisácea del polvo que acumulaban las piedras del tormentoso lugar, un soldado, con aspecto airoso, y con los ojos fríos como hielo me propuso la oportunidad de oficiarme como camarero para servir el banquete que iba a tener lugar esa noche. Ante esa obligación, no me quedaba más remedio que aceptarla, porque en caso contrario me esperaría la lenta tortura hasta la muerte, y mi cuerpo ya no podía aguantar más, siempre había sido muy fuerte para este tipo de cosas, pero da igual la persona, aquella situación que estaba viviendo era  lgo indescriptible con palabras, mi alma ya no podía resistir ni un minuto más, el dolor que me mecía me iba carcomiendo por dentro, cada minuto era un regalo que la vida me daba sólo por estar vivo y sólo este hecho me hacía afortunado dentro del infortunio.

 

Al llegar el día, me tocaba atender junto a un grupo de compañeros del campo, a grandes líderes del Partido, como Bormann. Los entrantes junto a las bebidas corrían a mi servicio. Al entrar en la suculenta mesa, llena de bordados de flores, y candelabros que iluminaban maravillosamente el lugar, me temblaban las manos, los nervios me bloqueaban la mente, todo mi cuerpo se sentía inferior, débil, comparado con esa gente, que había conseguido a través del odio la “superioridad”. Al servir el afrutado vino, sentí una sequedad en la garganta incipiente, súbitamente, mis manos temblaron, provocando que el refinado cristal donde se concentraba el líquido se rompiera por completo y quedara hecho añicos. En ese momento, todos los invitados se quedaron mirándome. Fue en ese preciso instante cuando Bormann, con una ira incontenida me agarró fuertemente del brazo, y me llevó fuera del restaurante del campo. En ese momento, empecé a recordar la vida breve que había llevado, pues apenas tenía 25 años, y mi vida tan sólo se podía resumir en sufrimiento, ¿Por qué la Fortuna debía de ser tan injusta? El jerarca nazi me cogió la cabeza y la empotró contra el suelo repetidas veces, mis ojos se nublaron, ya no veían nada, mi boca se me aplanó completamente, mi nariz se desprendió de mi cuerpo, pero aún seguía vivo mientras Yahvé le pedía que aguantara en nombre del pueblo, él tenía que ser ejemplo para los demás.

 

Al terminar esta atrocidad, me quede tumbado en el suelo frío, ya no podía levantarme….

 

Cuando, noté que el suelo se calentaba, noté que alguien me dijo que necesitaba una ducha, no lo había entendido bien, por fin una recompensa me iba ser galardonada. Cuando me encerraron en la habitación, con todos los hombres, mis ansias eran tales por ver el agua fría correr en mi cuerpo, que me desvestí el primero. Al encerrarnos en la habitación para que nos laváramos empecé a observar cómo de allí no salía agua. Mis sentidos ya me empezaban a trasmitir un cierto desconcierto, la agonía empezó a acallar nuestros gritos agudos, mi cuerpo raquítico se desplomó en la montaña de almas que yacía en el centro de la sala… Cerré los ojos, y ya estaba en paz en otro lugar.

  

Javier Rodríguez Sanz 1ºA


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