Alejandro Dios (El ilustrador)


 

EL ILUSTRADOR

Desperté cuando el primer rayo de sol me iluminó la cara, como hacía todas las mañanas de los sábados de diciembre. Me enredé en las sábanas porque no quería levantarme. Tenía un ligero dolor de cabeza, probablemente por el ron de la noche anterior. Cuando hubo pasado un rato, quizá hasta una hora, saqué fuerzas para levantarme a estudiar los exámenes de enero. Solía suspenderlos a sí que no me convenía seguir tumbada en la cama. Me desperecé y traté de anclarme al suelo a medida que descendía de la litera. Cuando me dirigí hacia la puerta me despertó de sopetón un fuerte golpe contra una pared que no recordaba ahí.

 

Sorprendida, salí de mi adormilamiento y me percaté de que no estaba en mi habitación y de que yo, no dormía en litera desde los 16 años, cuando mi hermano se fue de casa. Esta habitación estaba oscura en su totalidad, exceptuando la esquina de la cama, iluminada por el sol, que atravesaba una cristalera con cortinas blancas, que se situaba en lo alto de la habitación. El techo estaba al menos a seis metros del suelo, y delante de la ventana había un balcón interior, como para observar la habitación, al que yo no tenía acceso. El resto de la habitación tenía pocas cosas; un paquete de folios, un sujeta lápices, lleno de lápices por supuesto, y un par de sacapuntas y gomas de borrar, todos encima de una mesa. Al otro lado de la habitación, una puerta negra, metálica y por el sonido que hacía al golpearla, también muy gruesa.

 

En ese momento, justo tras golpear la puerta, asumí que estaba secuestrada y que aquella gran habitación sería mi fin. Comencé a llorar, no creía que yo pudiera encontrarme en esa situación, no era posible. ¿Quién podría haberme hecho esto? ¿Qué sería de mi aquí dentro? Las preguntas y la ansiedad se me amontonaban, y no era capaz de reaccionar así que me lancé a la litera. Al menos dos horas después dejé de llorar, ya que el hambre se había apoderado de mí. Volví a explorar la habitación más a fondo. Encontré el termostato que hacía que aquella cárcel de madera oscura no fuese también un infierno helado. Aquello era enorme, el tamaño de esa habitación era por lo menos la mitad de mi clase de la facultad de historia. Me aproximé al gran balcón que hacía sombra a lo que estaba debajo de él. Encontré un mango plateado, lo bajé y se abrió un baño, que me vino de perlas para beber algo de agua del grifo y evacuar todo lo que bebí la noche anterior. Al lado del baño, a unos cuatro o cinco metros, había una nevera y un mueble con cajones. Dentro había las tres comidas del día. Como desayuno, para lo que ya no eran horas, había un bizcocho aparentemente de zanahoria, con un post-it que claramente ponía “DESAYUNO”. Para comer una ensaladilla rusa tamaño industrial con el mismo sistema, pero esta vez, ponía “COMER” y a su lado unos fideos instantáneos con la etiqueta correspondiente “CENAR”. El resto del día pasó rápido, con muchos bajos y pocos altos en los que recuperaba la esperanza de que esto fuese bien una pesadilla o una broma pesada de algún amigo. En mis horas bajas, en las que ahogaba mis penas comiendo esa ensaladilla rusa que me recordaba a la de mi madre, pensaba que moriría allí, que harían cosas horribles conmigo antes de abandonarme a mi suerte en La Sierra o que simplemente me comería una secta de caníbales. Esa noche, una vez la luz roja del atardecer se hubo apagado, me senté en la mesa a pintar un cuadro que recordaba de haberlo visto en clase. Pero el resultado de la imitación a lápiz no me gustó, así que hice un avión de papel y lo mandé a volar hasta que me dormí sobre el escritorio.

 

Al despertar la mañana siguiente, fui al baño, desayuné el bizcocho de ayer que seguía ahí y repasé el menú de ese día; los fideos eran para comer ese día y para cenar una tortilla. Me giré y en el suelo había un folio, un dibujo mío, con una precisión quirúrgica y un talento mayor al que había visto jamás. No me hizo falta ni mirar un espejo para comparar y ver de verdad que era yo misma, porque era idéntica a la chica que había dibujada. Mi cara redonda, mi nariz chata, mis ojos grandes y mis pecas. Todo estaba ahí, parecía que hasta había dibujado mis ojos de color verde y mi pelo rubio teñido del mismo color que eran, a pesar de que el lápiz no dibuja más que en tonalidades grises. Corrí despavorida hacia la litera, el único sitio de la habitación que me consolaba, pero al llegar a ella, caí en que esa misma litera, era donde mi hermano y yo dormíamos hace años. En ese momento la angustia del día anterior volvió. Me senté en la silla del escritorio donde estaban los papeles y los aviones. Habían sido colocados de nuevo, hoy junto a los lápices grises, había de colores. Y un libro, “Sapiens”, mi favorito. Aquello era demasiado. Quien fuese que me hubiese secuestrado, me conocía perfectamente. Ese día no comí nada más que mi cabeza pensando quien me hacía esto y una forma de escapar. Asumí que la mejor forma de escapar era viendo a quien me estaba reteniendo. Sin embargo, me dormí esa noche también.

 

A la mañana siguiente, todo se repitió. Fui al baño, cogí el desayuno y ahí estaba, un dibujo mío, pero esta vez pegado en la parte baja de la nevera. Sin embargo, en esta ocasión, el hiperrealista dibujante me había representado con apenas dieciséis años. Otra vez, era de una técnica depuradísima y de una calidad excepcional. Otra vez, la representación era exacta. No faltaba un detalle, los colores pálidos de mi piel y mi pelo castaño natural tenían exactamente su color, no faltaba una fibra de mi cabello, una marca de un grano o una arruga en el abrigo con el que me había representado esta vez, que al contrario que la anterior, si tenía color y yo salía a la mitad. Hice de tripas corazón y dejé el dibujo exactamente donde estaba y me dediqué a leer mi libro hasta que el hambre volvió a apoderarse de mí. Cogí la comida de hoy y otra vez estaban ahí los malditos fideos, y al lado una pizza ya hecha que se había quedado fría, pero a estas alturas tampoco iba a ponerme quisquillosa. Cogí la pizza carbonara y la devoré como si el hecho de acabármela rápido me fuese a hacer salir de ahí. Miré hacia el escritorio. Hoy ni papeles, ni lápices, ni nada. Solitaria encima de la mesa estaba la Nikon de carrete que mi padre me regaló a los 16 para hacer fotos, era la misma, los mismos arañazos, la misma correa y de haberlo sabido podría jurar que hasta el número de serie era el mismo. ¿Qué estaría haciendo papá ahora? ¿Estaría esperándome preocupado? ¿En comisaría denunciando mi desaparición? ¿En casa de los abuelos preparando el funeral? Aquello me tocó, no tuve más apetito en todo el día así que dejé quietos los fideos, seguí leyendo hasta el atardecer y le hice unas fotos a mi antigua litera. Me acosté como de costumbre y me dormí tan rápido como todos los días.

 

Al despertar por tercera vez en aquel sitio casi me dieron ganas de matarme. Miré al techo un rato hasta que me decidí a bajar. Pegué un salto desde la parte de arriba de la litera y, acostumbrada a saltar desde ahí cuando medía uno cincuenta, cogí el mismo impulso, calculé mal la distancia y acabé con el culo en el suelo y un buen moratón en la pierna. A pesar de casi abrirme la cabeza, me dio un ataque de risa que hacía días que necesitaba. Una vez hube terminado de reír, repetí la rutina. Hoy en la nevera, había una foto de toda mi familia, pero a mí me habían dibujado. Debía ser de 2012 o 2013, del viaje a San Francisco por mi cumpleaños de 10. Era bonita así que la fui a dejar en la mesa. Cuando llegué, en la mesa, había un cuchillo que me resultaba familiar. Examinándolo me di cuenta que, en el reverso más pulido de la daga, se encontraba escrito “Sperling”. No estaba muy segura de que significaba, pero si podía distinguir que era alemán. Estaba cansada mentalmente ese día, así que dediqué todo el tiempo a hacer ejercicio. Comí, me eché una siesta y seguí con el ejercicio. Esa noche fue extraña. Tardé en dormirme y por primera vez me desperté temprano. Con absoluta desgana, repetí la rutina de todos los días, fui al baño, desayuné y fui a por el dibujo, pero hoy no había nada. En cambio, había un espejo. Una amenazadora sombra apareció tras de mí y dijo “Hola, Gorrión”. Todo tenía sentido. El cuchillo, la inscripción, el viaje, la foto y los dibujos. Hasta los fideos tenían sentido. Respondí de vuelta y solo sentí calma tras la tormenta.

 

 

Alejandro Dios Caballero 1ºA Bachillerato 02/2021


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