Alejandro Dios (El andén)


 

EL ANDÉN


Según bajaba la escalera mecánica iba completamente enfrascado en el libro que había empezado hacía poco, “El retrato de Dorian Gray” de Oscar Wilde. Giré la esquina y me dirigí al banco de piedra que hay a mano derecha. Tan enfrascado estaba yo en mi lectura que se me pasó subirme al tren, craso error, ya que llegaba tarde a comer con Diego, mi amigo de la infancia. Me aseguré de saber cuánto le quedaba al próximo tren, pero como no aparecía en el cartel luminoso de mi andén me puse a analizar quien había en la estación esperando al metro. A mi lado un músico, de los que si no llevas cascos te cantarán un bolero hasta que te bajes en Atocha esperando unas monedas y a los que nunca les das porque siempre parece ser que nadie lleva monedas de sobra. Al otro lado un bebé en un carro y a su lado una señora de unos cuarenta años, jugando con una habilidad descomunal al CandyCrush. Como no veo bien no fui capaz de distinguir por cuantos niveles había dejado la señora solo a su niño, pero ascendía a las cuatro cifras. Enfrente de mí, en el otro andén, unos compañeros de curso esperaban el metro entre risas. Cuando se iluminó el letrero vi que ponía cinco minutos, con lo que continué leyendo.

 

 Pasaba páginas y páginas y el tren seguía sin llegar. Levanté un momento la cabeza, solo para ver reflejada mi cara de idiota en la puerta de cristal del vagón del tren que acababa de perder. En ese momento Diego me llamó. En teoría a las tres yo debía estar en La Latina para comer en el Juana la Loca, y seguía en Bernabéu. Me disculpé con él y me reprochó la cantidad de veces que llegaba tarde. ¿Qué podía decir? Quién más o quién menos había llegado un par de veces tarde, pero tenía toda la razón, acostumbraba a perder el metro en la cara con frecuencia y si aún no había pasado un día en mi casa por acumulación de retrasos en el colegio era porque, como eso de llegar tarde era un arte que los Molina llevábamos en la sangre, mi madre me justificaba la mayoría de ellos. Es verdad que hoy era especialmente preocupante, ya había perdido dos metros pudiendo cogerlos, por la mañana había perdido el bus de las siete y media, el último que me permite llegar a clase a tiempo, así que también llegué un par de minutos tarde a historia. En el recreo me entretuve comiendo unos filipinos en columnas con Joan, y llegué tarde a economía. No sabía muy bien porque era todo esto, pero poco pude pensar con Diego gritándome al oído. Me disculpé otra vez con él y me dijo que, si no estaba allí con el próximo tren, iba a comer solo. Como no planeaba perder otro y tener que comer solo, aparté el libro hasta que llegase el próximo tren, cosa que me resultó tremendamente difícil. Volví a analizar toda la estación, mi móvil marcaba las tres y diez, así que había poca gente, incluso menos de costumbre por el terrible tiempo que hacía aquel día. Casi sufro de un infarto cuando se actualizó la pantalla de los tiempos y vi que mi tren se había detenido y que tardaría en llegar un tiempo indefinido. Pasé de avisar a Diego, puesto que se marcharía seguro con Mafalda, su novia, que estudiaba en La Paloma al lado del bar. Me enfoqué en mi libro, era esplendido. La evolución de Dorian, como pasa de un joven normal a un tirano, como su bendición acaba siendo su maldición, las disertaciones de Lord Henry y la pasión de Basil. Incluso la corta historia de amor con Sibyl Vane, su muerte y la venganza de su hermano, todo estaba hilado perfectamente.

A todo esto, salí de mi abstracción lectora con un fuerte chirrido. Deseando que fuese mi tren, levanté la cabeza, pero no era el caso. Empezó el primer vagón a tirar de los demás desde la otra vía y volví a leer. A dos palabras dentro del párrafo, otro chillido. “¡Mierda!” gritó alguien. Una chica de aproximadamente mi edad. Vestida con un vestido de cuadros azules de distintos tonos, unos tacones azules marino, del mismo color de sus leotardos que subían por sus largas piernas, cortados por el contraste que hacía una gabardina color beige, empapada por la lluvia. Su bolso era azul oscuro también y el pelo le caía ligeramente por debajo de los hombros, pero sin llegar a pasar la mitad del busto. Se sentó enfrente de mí, y sacó un libro del bolso rápidamente. La portada se parecía a la de mi libro así que saqué la mochila para buscar las gafas. Tardé un poco en encontrarlas, pero ese tiempo fue suficiente para olvidar el objetivo de mi búsqueda así que volví inadvertido a mi lectura. Sin embargo, en el momento en el que la palabra “dama” apareció, recordé el porqué de mis gafas. Levanté mi cabeza y efectivamente ese era mi libro. No conocía a nadie que hubiera leído ese libro, por lo que aquello me sorprendió.

 

 Y, sin embargo, fue cuando seguí el curso natural del cuello hacia arriba cuando de verdad me sorprendí. Mi mirada y la de aquella muchacha se encontraron en medio de las vías de tren. Su barbilla era alargada pero no demasiado, lo que le daba a su cara una forma relativamente perfilada. Tenía unos labios finísimos, pintados de carmín mate, de color tinto oscuro. Subiendo por el surco encima de su boca le seguía una nariz preciosa, con una punta redonda y fina como el resto de sus facciones. Los mofletes de aquella joven estaban enrojecidos por un colorete, pero apenas era distinguible si uno no se fijaba bien. Estaba sonriendo, y se le marcaban unos graciosos hoyuelos a la altura de la boca. Le caían un par de mechones largos, castaños rojizos como las hojas de otoño por la cara. Su pelo estaba mojado igual o más que la gabardina y en el bolso se apreciaban también gotas de la lluvia torrencial con la que Madrid había decidido sorprendernos aquel día. No se le veían las orejas, pero se apreciaban unos pendientes de fragmentos azul claro y turquesa, preciosos como cristales de Bohemia. Las cejas estaban perfectamente hechas, no eran finas, pero tampoco eran frondosas. El contorno era perfecto, ni uno solo de los filamentos de flor que tenía por pelos estaba fuera de donde debería. Todo ello era perfecto, ni una mancha. A pesar de ello, el delicado rostro de la joven se veía opacado por el brillo de unos ojos verdes, ensalzados por un contorno de maquillaje de un azul oscuro como 500 noches. Era tan sobrecogedor que no me di cuenta del tren entrando en la estación. Tenía tiempo de sobra para subir, pero seguro que Diego ya no estaba y yo necesitaba unos minutos para recomponerme.

 

Marchó entonces el tren y ella, por supuesto seguía en el otro andén. Comencé a imaginar una conversación ella, cosas que tenemos los que encontramos dificultades en hablar a las personas de carne y hueso, supongo. Seguíamos mirándonos a los ojos y cuando quise abrir la boca en el diálogo imaginario de mi cabeza, me encontré sonriendo a la vez que ella. Me puse tan nervioso que no era capaz articular palabra, con lo que desistí y me dediqué a divagar sobre cómo se llamaría aquella joven. Varié distintos nombres, algunos extranjeros, pero asumí que era española ya que su libro estaba en español. Pensé en “Elena”, “Lucía” y “Rocío”, pero me acabé quedando con “Anna”, con dos enes. No sabría explicar muy bien porqué, pero tenía ganas de correr hacia su lado de la vía y hablar con ella. A todo esto, no habíamos parado de mirarnos. Podían haberme dado las diez y no me hubiese ni enterado.

 

Ella se puso a rebuscar en su mochila, sacó un estuche, pero no pareció encontrar lo que buscaba. Sacó libros, cuadernos, folios y un compás… Por fin lo encontró, un lápiz. Empezó a escribir algo en la hoja en blanco al final del libro y cuando hubo acabado lo giró, pero el tren de su vía se interpuso. La vi correr y pegar el libro a la ventana. Escrito en aquella página ponía “ADIÓS”, un corazón y abajo, subrayado dos veces “Anna”. Apresuré a hacer lo propio, un “ADIÓS” en grande y debajo “Joaquín” subrayado también dos veces. El tren comenzó a moverse y no la perdí de vista, ni ella a mí, hasta que el tren hubo entrado en el túnel oscuro en el que aun a día de hoy desearía que jamás hubiese entrado. Aquél adiós no maquillaba un hasta luego como muchos otros, pero si escondía un ojalá, aquellas cenizas jugarían siempre con el fuego. Este ciego miraría siempre para atrás y protestaría cada peldaño que no tomó para conocer a una tal Anna, que ahora solo vive en su recuerdo, en mi recuerdo.

 

Alejandro Dios 1ºA Bach

02/21

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