UN UMBRAL ENTRE DOS MUNDOS
Mi madre y yo estábamos en el sofá,
como de costumbre, con la comida ya hecha y esperando a que mi padre, Vasily,
volviera a casa del cuartel de bomberos. Era el 26 de abril de 1986, el cielo
estaba despejado y con sol aunque unas nubes se aproximaban por el sur
avecinando tormenta.
Vivíamos en la ciudad de Prípiat,
en Ucrania. Era una ciudad con muchos edificios y facilidades, construida en
los años 70 para albergar a los trabajadores de la central y la URSS tenía muchas
esperanzas de convertirla en una gran potencia, aunque de eso yo no sabía nada.
Era la una y media, pero papá aún
no estaba en casa. Fue entonces cuando el teléfono del salón comenzó a sonar.
Mamá se levantó y yo me tambaleé un poco. Se dirigió hacía el teléfono y
respondió. Era él y decía que no llegaba a casa a comer, que había habido un
incendio en la central y que habían avisado a su cuadrilla para apagarlo. Mamá
escuchaba con un aire dubitativo, de incertidumbre, preocupada, aunque
finalmente se despidió y colgó el teléfono sin decir una palabra más. Parecía
que algo no andaba bien, aunque nadie podía alcanzar a imaginar lo que de
verdad estaba a punto de suceder en las próximas horas.
Ese mismo día, a la una y media de
la tarde, el reactor cuatro de la central nuclear de Chernóbil explotó y
estalló en llamas tóxicas. Fue entonces cuando se llamó a los bomberos para
apagar el incesable fuego que brotó de la explosión radiactiva, entre ellos mi
padre, uno de los primeros en llegar a la planta. Pero no solo era el fuego, sino
también la radiación. Las partículas de polvo contaminadas se esparcían por el
aire cada segundo que pasaba y toneladas métricas de uranio se desplazaban por
la atmósfera del planeta en todas las direcciones contaminando todo aquello que
incluso apenas rozaba. Más al principio, no todos eran conscientes de las
magnitudes del desastre.
Mi padre fue uno de los muchos
expuestos a la radiación y poco después de largas horas intentando apagar el
incendio, tuvo que ser trasladado a un hospital. Nuestro gobierno, aun con
conocimiento de la desastrosa situación y de que la lluvia radiactiva y el
fuego se propagaban rápidamente contaminando todo a su paso, no evacuó a nadie
en las zonas circundantes, ni si quiera nuestra ciudad, Prípiat, la más cercana
a la central. Es por eso que mi madre y yo, entre otros miles, estuvimos
expuestos a la mortal radiación sin siquiera saberlo.
Mi madre, nada más saber donde se
hallaba mi padre, fue conmigo a su encuentro. El hospital estaba lleno de
bomberos y trabajadores de la planta que no paraban de llegar con quemaduras y
vómitos, aunque nadie entendía por qué.
Mi padre estaba en una camilla.
Tenía muy mal aspecto, como si su piel se estuviera desvaneciendo lenta y
dolorosamente, y seguía vomitando y sangrando por las quemaduras. Mi madre al
verlo se quedó destrozada, pero en ningún momento se alejó de él, no hasta
después de tres semanas agonizando y sufriendo en su camilla, cuando finalmente
murió.
Yo aún no había nacido cuando
ocurrió la histórica catástrofe. Me encontraba en el vientre de mi madre,
embarazada de seis meses. Podríamos decir que viví para contarlo, pero no fue
así: a las cuatro horas de nacer, fallecí, intoxicado por la radiación e incapaz
de mantenerme ni un segundo más con vida.
Treinta y seis horas fue lo que
tardó la Unión Soviética en empezar a evacuar a las ciudades de alrededor.
Treinta y seis horas. Más de cien mil muertos y miles de afectados por la
catástrofe nuclear.
El 28 de abril de 1986, dos días
después del incidente, los soviéticos finalmente anunciaron al mundo lo
ocurrido. Se evacuaron a casi medio millón de ciudadanos rusos en treinta
kilómetros alrededor de la central nuclear.
La ciudad de Prípiat, mi ciudad, es
ahora una ciudad fantasma abandonada, deshabitada, inhóspita. Un umbral entre
dos mundos.
Carmen Monteiro, mayo 2021,
3ªEvaluación
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