Javier Chacón (Mi compañera inseparable)

 

MI COMPAÑERA INSEPARABLE

 

En agosto de 2007, como era costumbre, viajamos a Málaga a pasar unos días con mis abuelos y a disfrutar de la playa, el “pescaito” frito y como no, de los espetos de sardinas.

 

Ese año iba a ser diferente al resto, pues viajábamos con la ilusión añadida de pasar los últimos días con mis padrinos y primos en Marbella. La diversión estaba asegurada,  de no haber sido por la llegada inesperada de un miembro más de la familia que, sin ser invitado, vino a quedarse para siempre con nosotros y que, nada más instalarse ya dio muestras de su egoísmo y altanería, obligándonos a adelantar el viaje de vuelta; un viaje acompañado sorprendentemente por mi abuela cuyo rostro, al igual que el de mis padres, reflejaba preocupación y, acompañado en muchos momentos por un silencio que, sin saber el motivo del mismo, a mis tres años de edad me hacía sospechar que algo no muy bueno estaba pasando.

 

Ese nuevo miembro se llamaba y se llama: DIABETES MELLITUS TIPO 1.

Al principio, nadie nos dimos cuenta de su llegada. El calor sofocante de Málaga, sobre todo, en sus días de Terral, enmascaró su presencia. Mucha agua para saciar la sed y algún que otro “escape” que, con un hermano de escasos seis meses, bastaban para justificarlo. Pero, las madres son diferentes. Mi madre intuía que mi sed y mis “escapes” no eran normales, por lo que decidió llevarme al hospital justo al día siguiente de nuestra llegada a Marbella. Muchos creyeron que exageraba lo que me pasaba, pero lo cierto fue que, gracias a esa intuición maternal, evitó que mi llegada al hospital hubiera sido muchísimo peor. Nada más llegar me hicieron un análisis de sangre y orina y escasa una hora bastó para confirmar que tenía diabetes.

 

Muchas dudas y muchas preguntas, muchas de ellas sin respuesta,  inundaron las mentes de mis padres al saber que a partir de ese momento, su hijo de tan sólo tres años de edad tendría que pincharse de diez a doce veces diarias entre controles de glucosa e insulina. La mirada de mis padres clavada en mí, en ese niño rubio vestido con un conjunto playero de Rayo Mac Queen, nunca se me olvidará.

 

Allí, en Marbella, recibí mis primeros pinchazos de insulina, pero los suficientes como para poder emprender  el viaje de vuelta a Madrid sin asumir ningún tipo de riesgo. Recogimos el equipaje, a mi abuela y emprendimos el viaje de vuelta.

 

Sólo una parada para echar gasolina y en menos de cinco horas estábamos en Madrid. Dejamos a mi hermano y a mi abuela en casa y sin tan siquiera deshacer las maletas nos fuimos al hospital.

 

Una semana muy intensa, bombardeos continuos de información de todo tipo: alimentación, pautas, dosis, ejercicio físico, conceptos como hipoglucemia o hiperglucemia y cómo tratarlas, el aprendizaje del uso de medidores y sensores, todo ello en un tiempo record unido al intento de asimilar mi enfermedad lo más rápido posible por mi parte y por la de mis padres.

 

Por contra, sobraron días de hospital para darnos cuenta de lo caprichosa y antojadiza que resultaba  ser la que se convirtió en mi compañera inseparable. ¡Le encantaba y le encanta llamar continuamente la atención!  Controles de glucosa cada dos o tres horas, que en poco tiempo hicieron aparecer los primeros callos en mis dedos. De pronto sube como de pronto baja; ahora me apetece que comas, ahora no. No chuches, no dulces. Todo pesado;  todo medido.  Ahora haces deporte, ahora no. Pero mi nueva compañera pronto también empezó a darse cuenta del tipo de familia con la que iba a convivir el resto de su vida y que quizá de haberlo sabido, no me hubiera elegido.

 

Al principio, mis tres años de edad resultaron insuficientes para comprender el sentido de tanto pinchazo y tantas estrictas pautas alimentarias. Pero mis padres pronto le buscaron el sentido.  Me explicaron con gran emoción que mi estancia en el hospital tenía como fin adquirir el poder de los gormitis, personajes favoritos de muchos niños de aquella época, capaces de enfrentarse y vencer a cualquier ser por muy malvado y diabólico que fuera. Por ese motivo, tenía que superar una serie de pruebas médicas y, sobre todo, aprender a hacer uso del potente antídoto llamada insulina, para así poder matar a todos aquellos maléficos y extraños “bichitos” que invadían mi cuerpo y que eran detectados por la ultra-potente máquina del medidor de glucosa, cuyo funcionamiento también debía aprender.  Cada pinchazo de control de glucosa como de insulina se convirtieron en una continua intriga de cuantos bichitos malos habían entrado en mi cuerpo y de cuantos había matado al cabo de dos horas tras la inyección de insulina.

 

Pero por si fuera poco, todavía en el hospital, recuerdo la mañana en que tras recibir mi primera dosis de insulina del día, mis padres me entregaron  una carta que todavía guardo como un tesoro. Una carta de Mickey y de todos sus amigos que me invitaban a pasar unos días en su casa de París, pues había sido elegido por mi valentía y mi buena actitud y comportamiento ante los numerosos pinchazos recibidos y ante la estricta alimentación a seguir y que debía seguir manteniendo en el futuro.

Con mis mega-poderes de gormiti y la ilusión puesta en el viaje a Eurodisney, poco a poco fui adaptándome a vivir día a día con mi inseparable compañera pero no amiga: la diabetes.

 

Tras el alta hospitalaria, los meses siguientes fueros muy duros especialmente para mis padres pues cada día, cada nueva situación por cotidiana y normal que resultara a los ojos de los demás, para ellos supuso una continua lucha por conseguir que la diabetes no cambiara la vida de la familia y muchísimo menos la de su hijo.

 

Escasos diez días transcurrieron entre mi alta hospitalaria y el comienzo del curso escolar que, al igual que el resto de mis amigos, esperaba impaciente y nervioso pues ya éramos muy mayores por el hecho de empezar Primero de Infantil.

 

Unos días antes del inicio de curso, mis padres se reunieron con la dirección de colegio. Nunca antes habían tenido entre sus miles de alumnos, un alumno diabético de tan solo tres años de edad y encima recién debutado. A pesar de contar con un médico en el colegio, la inseguridad sobre mi corta edad y la adaptación de mis recientes hábitos como diabético a las actividades diarias escolares,  generaron, como es lógico, ciertas reticencias a mi inmediata incorporación. Pero tan insistentes y perseverantes fueron mis padres a la hora de transmitir la seguridad y confianza que tenían en mí que  la dirección no tuvo más remedio que concederme una oportunidad. Así fue como mis padres consiguieron que mi primer día de cole en Primero de Infantil fuera igual que el del resto de mis amigos.

 

Desde el primer día profesores, auxiliares, directores y, cómo no,  la médico del cole me ofrecieron todo su cariño y comprensión; atentos y pendientes de mí en todo momento. Mis padres, por su parte, ofreciendo siempre y de forma incondicional su ayuda y colaboración; me acuerdo como mi madre me preparaba todas las mañanas mi mochila con la comida para facilitar al comedor la tarea de pesar los hidratos de carbono; o, como iba, cada vez que teníamos una excursión, allá donde estuviésemos,  a ponerme la insulina pues la médico del cole no nos acompañaba. Mis amigos, siempre a mi lado y aceptándome como uno más; recuerdo con cariño, las carreras solidarias de “la marea azul de la diabetes” en las que padres y amigos participábamos y pasábamos momentos inolvidables.  Juntos conseguimos, mucho antes de lo que nos imaginamos, mi total y absoluta integración no sólo en las actividades diarias del cole, sino en mi vida diaria.

 

Con mis diecisiete años recién cumplidos puedo decir que, aún respondiendo frecuentemente a mi madre a la pregunta “¿cuántos bichitos tienes?”, presumo con orgullo que soy un adolescente que la diabetes nunca impidió ni me impide realizar ningún tipo de actividad que realiza cualquier chico de mi edad.

 

Todo lo contrario, la diabetes me ha dado la oportunidad de vivir otras muchas experiencias y de realizar otras muchas actividades que de no haber sido diabético no hubiera podido disfrutar; un sinfín de talleres, charlas, convivencias y excursiones organizadas por la Fundación o la Asociación Madrileña de la Diabetes, que tanta ayuda y apoyo, en su día a día, ofrecen a las familias. Pero, sin lugar a dudas la “Diabetes Junior Cup” fue la experiencia más bonita vivida como diabético. Entre miles de niños diabéticos de toda España y de todas las edades fui seleccionado por el video que con tanto cariño preparamos mi familia y yo contando mi experiencia como diabético. Un torneo de fútbol celebrado en las instalaciones de la Federación Española de Madrid, donde nos ofrecieron todas sus instalaciones incluido el hotel donde se hospeda la Selección Española y con un montón de sorpresas como la cena en el Santiago Bernabéu. Una experiencia única e inolvidable, pero sobre todo, por el hecho de compartirla con otros niños diabéticos que al igual que yo estaban sometidos a continuos controles de glucosa, dosis de insulina y pautas alimentarias.

 

Lo que hace catorce años fue considerado como un debut excepcional y poco habitual por mis escasos años de edad, desgraciadamente hoy no lo es tanto.  Durante estos años mi familia y yo hemos intentado ayudar y aconsejar a través de nuestra experiencia a otros niños que tanto en el cole como fuera de él, recibieron al igual que nosotros la llegada inesperada de la antojadiza y siempre caprichosa diabetes mellitus tipo 1.

 

Espero que este relato escrito para mi asignatura de Economía de Primero de Bachillerato sirva de ayuda a todo aquel que directa o indirectamente a través de algún familiar o conocido conozca de cerca a la diabetes.

 

Javier Chacón 3ª evaluación 29/04/21


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