LA
INCOMPRENSIÓN DE HARI
Proverbios como este de
Viktor Frankl: “Cuando la situación es buena, disfrútala. Cuando la situación
es mala transfórmala. Cuando la situación no puede ser transformada,
transfórmate.”, empezaban a aparecer en las calles de Nueva Delhi, bajo
carteles llenos de esperanza, con colores vivos, que brillaban en mis ojos cada
día que paseaba por la inmensa calle del mercado central, para ir al colegio.
En el país tan solo se hablaba del desastre que estaba dejando la nueva
enfermedad. Nadie comprendía el por qué. La India es un país muy poblado, y es
difícil distinguir la gravedad del asunto, ya que por ejemplo en nuestro
barrio, cada familia vivía tranquila, haciendo vida normal. Yendo todos los
días al Mandir a rezar y asistiendo a las grandes celebraciones de culto a Shiva
en la plaza del mercado.
Yo vivía en un humilde
bajo de un edificio de poca altura, podíamos comer dos veces al día, así que
nos considerábamos afortunados respecto al resto. Mi padre trabajaba de
mecánico auxiliar en Tata Motors, y con eso vivíamos mi madre, mi hermano mayor
Ranjit y la pequeña Narendra, de apenas dos años. Asistíamos a una escuela
pública del centro de Delhi, una de las más prestigiosas del país. Allí nos
preparaban, para las mejores universidades del Reino Unido. A mi
particularmente me encantaba la economía, para así poder ayudar a mi país, ya
que me daba rabia, que, teniendo tanta capacidad emprendedora, aún gran parte
de la población se encontrara sumida en la pobreza.
Cada día al asistir a
clase, me daba cuenta de que cada vez había menos compañeros míos en el aula, y
no tenía con quién jugar al criquet en el patio del colegio. Por ello, en los
recreos me quedaba solo, pensativo, a veces, creyendo que yo era la causa de
todo esto:
-Mis amigos no me
querían, y por eso no iban al colegio- decía en mi interior pensativo.
No me di cuenta hasta ese momento, de lo
triste que sería mi vida, solo, sin ninguna persona con la que hablar. Las
clases eran un monólogo del profesor, que, con la garganta seca, nos explicaba cómo
el gobierno había decretado que el confinamiento del país iba a tener lugar la
próxima semana. Mi cabeza ya no resistía más, yo era una persona nerviosa que
le gustaba salir, volar, jugar con mis amigos. Nunca soportaba quedarme un día
encerrado en casa.
Por la tarde, del día
después de la última clase en el colegio antes de la cuarentena. Me tumbe en la
cama, agotado de la incomprensión que vagaba por mi mente. Mi mente se fue a
otro lugar, en ella aguardaba todos los recuerdos cuando, de bien pequeño, mi
mejor amigo Jaidev y yo, cada día hacíamos largas carreras de resistencia, que
siempre terminaban en la puerta de la India, con un helado de chocolate belga,
viendo esos colores verdosos anaranjados que iluminan los anocheceres de este país.
Lágrimas corrían por las facciones de mi cara, él lo era todo para mí, no podía
dejar de verle por tanto tiempo, era incapaz.
Un día al despertarme, una
gran migraña encerraba mi cabeza, mi garganta rasgada, no permitía que saliva
entrara en ella. Tenía un gran malestar, y un profundo dolor de huesos, que
hacían que la cama fuese el lugar donde mi mente acudía para descansar. Tras
esta situación, avisé a mi padre, que había perdido su trabajo, debido al
cierre de su fábrica, con motivo a un abaratamiento de costes por parte de la
firma. Su cara de melancolía expresaba el dolor acumulado por no poder
alimentar a su familia. Él cogió la vieja bici de su abuelo, y me llevó en una
cesta, situada en la parte trasera, al Hospital Central de Nueva Delhi.
Al llegar al hospital, pude
observar cómo la gente no podía respirar, muchos se encontraban tumbados en el
suelo, dado que no había camillas para albergarlos a todos. Mi padre ya no
aguantaba más, le explico a un médico, que esas no eran las condiciones dignas
para atender bien a los enfermos. De esta manera, el médico le trasmitió que no
había oxígeno para asistir a todas las personas, y que ninguna organización hacía
nada al respecto. Mi padre, que me amaba tanto le dejo al médico en sus manos
mi salud, y se marchó en busca de alimento para dar a mis hermanos y mi madre.
Yo me quedé sentado en
una silla, sin poder apenas respirar. Allí cerré los ojos y nunca pude
despertar, me hallaba en un paraíso, lleno de luz, junto al gran Shiva.
Javier Rodríguez
Sanz
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