Jaime Fernández (Un día cualquiera)

 


UN DÍA CUALQUIERA

 

Y ahí estaba él, sentado en el puerto de barcos más próximo a su casa, estaba pensativo, con los ojos empañados como si fuese a empezar a llorar. Nadie sabría su verdad, que estaba a punto de tomarse su último trago de agua a la vez que metía la mano en el bolsillo. Aunque para que vosotros, los lectores, comprendáis su historia debo contarla desde el principio.

 

Este era Felipe, un niño curioso y con ganas de comerse el mundo. No sabía a qué quería dedicarse de mayor, siempre había tenido una concepción rara del tiempo. En su boca siempre se repetían las palabras “luego lo hago”. Se pensaba que todo duraba para siempre y en cuanto a su oficio de mayor no estaba preocupado. Poco a poco fue pasando el tiempo y cada vez tenía más claro sus gustos, pero le agobiaba pensar que se iba a dedicar el resto de su vida a ello. A Felipe le gustaba el deporte, la física y la pintura aunque no fuese el mejor en ninguna de las tres disciplinas a él le gustaba saber que había personas mejores que él, porque así se podía mejorar. Esto da a entender que Felipe no era un niño cualquiera, sino que él pensaba distinto al resto, no le importaba lo que le dijesen en el mal sentido sino que usaba los malos comentarios para mejorar.

 

Pasaron los años y Felipe se licenció en Arquitectura, tenía su mujer Rocío y a su bebé en camino de hacía pocas semanas. Tenía su sueldo fijo, el amor de su vida e iba a tener un bebe, ¿qué más se podía pedir? A los meses se conoció que su hijo Mateo nacería con una discapacidad causada por uno de sus progenitores y así fue el pobre Mateito vino al mundo con un problema que le causaría la muerte al año. Ni Felipe ni Rocío se plantearon hacerse las pruebas del causante de la enfermedad, estaban lamentando el fallecimiento de su hijo. Un día cualquiera Felipe fue a donar sangre, todo estaba bien hasta que le denegaron la donación ya que desconocían sus componentes. Felipe fue carne de experimento durante muchos años hasta que dieron con la clave, su inmortalidad, él no podía morir por algún fallo de su sistema ya que era perfecto.

 

Todo era felicidad, se había cumplido su sueño de pequeño, no tenía prisa para vivir la vida podía disfrutar de todo lo que quisiese con un claro “luego lo hago”. Felipe tenía la costumbre de todos los viernes quedar con sus amigos de la universidad a jugar a los bolos para después irse a tomar unas cervezas y hablar de la vida. A medida que fueron creciendo lo seguían haciendo, y en cuanto a su mujer se refiere tras la perdida de su bebé no fueron capaces ni de pensar en tener otro, solo de pensar que podía volver a ocurrir lo mismo que con Mateo, era inimaginable. Seguían pasando los años y se podía notar claramente como Felipe envejecía mucho más lento que sus amigos, mientras sus amigos cumplían 50 años aparentando más aún Felipe aparentaba 30. Aunque esto se diese así él nunca se planteó cambiarlos.

 

Otro día cualquiera murió uno de sus mejores amigos Roberto, esto para él fue un palo muy gordo y con su rara concepción del tiempo empezó a pensar y se dio cuenta de que la inmortalidad no iba a ser un beneficio, estaba viendo envejecer a algunos con los que había crecido y los demás estaban muertos, mientras él aparentaba 40. Llegó el momento, el momento en el que llevaba pensando desde hacía meses, su mujer Rocío murió y estaba solo, solo ante todo, la que había sido su pilar fundamental en su vida se había caído encima suya.

 

Tras este acto pasaron meses hasta que consiguió vivir sin ella, llevaba una vida sedentaria, en soledad. Aunque nunca del todo, seguía poniendo la mesa para dos o haciendo la comida para dos y guardándola en tuppers en la nevera. Felipe vivía en el día de la marmota, se levantaba, desayunaba un poco y salía a andar al mar, lugar donde estaban las cenizas de Rocío, comía seguida de una siesta, por las tardes se iba a hacer la compra o limpiaba la casa para posteriormente irse a dormir sin cenar porque como decía Rocío “¿De qué sirve comer antes de dormir si no vas a hacer nada?”, así día tras días.

 

Hasta que otro día cualquiera en uno de sus paseos matutinos se sentó en el puerto más cercano a su casa, y ahí estaba él pensando en como una alegría se había convertido en su peor enemigo, estaba con los ojos húmedos sabiendo que la decisión que iba a tomar iba a ser la correcta y que se iba a juntar con su amor y con sus amigos. Bebió un buen trago de agua y con decisión mirando hacia la inmensidad del mar metió la mano en su bolsillo agarró la pistola y sin pensarlo disparó. Él se dio cuenta que la belleza de la vida es el tiempo, por muy contradictorio que parezca, si la vida no se acabase no tendríamos razones para vivir.


Jaime Fernández Sanz

4ºE

Nº11

 

Febrero de 2022

 


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