Ainhoa Gonzalo (C'est moi)


 

C’EST MOI


Constantemente he ido contracorriente de lo que suele decir el ser humano. Cuando somos niños queremos ser adultos, cumplir dieciocho. Tenemos esa percepción de que al convertirnos en mayores gozaremos de esa libertad tan anhelada, pero está demasiado lejos de la realidad, y yo ya lo presentía. A raíz de la clase que les dimos a los niños de primaria no he podido dejar de pensar en eso. Eran tan pequeños e inocentes y nos veían como mayores. Espero que no se les haya pasado por la cabeza esa mentira de ser grandes y la supuesta libertad.

 

 

El otro día tuve que ir a urgencias y como normalmente hacen, me preguntaron mi edad: “Dieciséis…no, perdón. Diecisiete”. Mi mamá y la secretaria se echaron a reír. Era la primera vez que me daba un lapsus como aquel. Pero no era la primera vez que pensaba qué rápido había pasado mi infancia.

 

 

Nací un día muy atropellado, dos días antes de Navidad, cuando mis padres estaban en un centro comercial comprando los últimos regalos les llamaron de la clínica para una revisión, pero resultó ser que me quise adelantar.

 

 

A causa de la precaria situación que se vivía en Europa después de las guerras, mis abuelos, emigraron a Venezuela. Por un lado, una pareja de portugueses procedentes de la isla de Madeira y, por otro, un español y una joven ragazza italiana. Todos empacaron sus maletas siendo jóvenes e ingenuos y fueron a “la millonaria de América” para comenzar de cero sus vidas. A pesar de nunca haber conocido bien a mis abuelos, a menudo los tengo presentes porque han sido un ejemplo a seguir por todo lo que tuvieron que pasar siendo adolescentes.

 

 

Siempre he sido una niña muy querida por mi familia. Tengo dos padres verdaderamente maravillosos, con los que a veces no comparto ciertas cosas y me enfrento, y un hermano con el que tengo diez años de diferencia y una relación de perros y gatos. El del Barça, yo del Madrid. Nos amamos u odiamos. Depende de la temporada. A día de hoy, estamos bien. Ya mañana seguiremos en nuestra propia guerra fría.

 

 

La mejor decisión que ha tomado mi papá fue meterme en el Colegio San Agustín El Paraíso. Para mí, el mejor colegio del mundo. Desde pequeña me inculcaron los valores cristianos y los ideales agustinianos. Un adoctrinamiento en toda regla; tanto así que me cambié de país mas no de colegio, porque sigo siendo agustiniana. 

 

Era una niña tímida, poco habladora, que le costaba relacionarse y a la vez muy curiosa y cariñosa. Mi pasión por el fútbol viene de familia. Iba a los partidos de papá y de mi hermano. Como típico caso de hermanos, sobre todo los menores. Si mi hermano hacía esto, o lo otro, yo también quería hacerlo. Por eso, crecí con un balón en los pies hasta que mi mamá me lo quitó y lo cambió por unos tacones de flamenco. Estaba feliz en estas clases. Mi profesora era un amor y allí conocí a mis amigas. Descubrí mi amor por el baile. Disfrutaba muchísimo estar frente a un espejo y, simplemente, sentir la música.

 

 

En ocasiones, me quejo de que no tuve infancia. Me equivoco. Sí que la tuve, a lo mejor no como me hubiera gustado por todos los momentos no tan buenos por los pasé debido a la situación de mi país y siendo tan pequeña. Sin embargo, sé muy bien que he sido una niña privilegiada, muy privilegiada. Por esto, de lo que más me arrepiento es de haber madurado a temprana edad.

 

 

Recuerdo una vez en clases de religión cuando apenas tenía diez años que le planteé una pregunta a mi profesora Joanny sobre la muerte y la cara que puso fue monumental. Le conté sobre mi preocupación. La muerte es un misterio para todos. Es la única verdad sin respuesta. El fin y a su vez el comienzo y el motor de todo lo que hacemos. Si solo tenía diez años, ¿por qué hacía ese tipo de reflexiones? En ese mismo año se murió mi abuela y al ver a mi mamá tan desolada, la muerte se convirtió en mi mayor miedo.

 

 

Mis padres nunca me explicaron con metáforas lo que era la muerte. Ya lo sabía bien. Era sencillo. Hoy estás, mañana no sabes. Esto me generó, y sigue generándome, cierta ansiedad porque, como la muerte está tan cerca, en cualquier momento pensaba que se podían morir las personas que más amo en el mundo, que eran ellos.

 

 

La verdad es que he tenido muchísima suerte con los padres que tengo. Para ellos soy la princesita de la casa, la consentida. Ellos me lo han dado todo. Quien soy ahora es gracias al esfuerzo que han hecho.

 

 

Mi papá me llevaba todas las mañanas al colegio. Tenía que estar en el coche a las seis y media porque comenzaban las clases a las siete. Si llegaba a las seis y treinta y tres, ya me regañaba. “Mira la hora qué es”, me decía. Y a partir de allí el sermón que me daba. Que si la puntualidad, que si la disciplina, la constancia, el esfuerzo. Y como siempre me quedaba en la cama cinco minutos más, pues los sermones eran el pan de cada día. Yo rezaba para que no hubiera tráfico esos días. Pero eso sí, nunca he llegado tarde. Ahora que vengo sola al colegio, echo mucho en falta esas charlas con mi papá.

 

Luego está la persona que más me soporta, con la que más he discutido en mis pocos años y a la que más amo, aunque ella piense lo contrario. Mi mamá. Siempre he tenido un sentimiento de culpa debido a que antes de que yo naciera ella era profesora y directora  en un colegio y tras mi nacimiento, dejó de serlo. Pese a esto, nunca ha dejado de enseñar, ya que todos los días está ahí para ayudarme y darme lecciones. “Baja los pies de la silla” “Haz una lista con todo lo que tienes que hacer”. Además, ella tiene un superpoder para saber lo que va a pasar, yo siempre le digo que está loca. Al final pasa y tengo que tragarme mi orgullo. “Mamá, me acordé de ti”. A veces no me gusta darle el gusto de decirle que tenía razón, pero su cara de “Ainhoa, te lo dije” es fantástica. Ese es mi día a día con ella.

 

 

Entretanto, pasan los días y me hace mal ver como mis padres no son los mismos de hace cinco años. Siento que el reloj está yendo muy deprisa y no voy a tener tiempo suficiente para devolverles todo lo que han hecho por mí. Hay días en los que este sentimiento se apodera de mí y termino llorando sola. Lloro por algo que todavía no ha pasado. Que me aterroriza. ¿Qué voy a hacer sin ellos? Sin nuestras peleas por quién cocina mejor. Sin nuestras bromas por la cantidad de veces que mi papá y yo hemos visto una película que ya nos sabemos hasta los diálogos. Sin nuestras reflexiones antes de dormir.

 

 

Cuando llegan a casa después de un largo día en el trabajo y me ven acostada en mi cama con los ojos rojos, llorosos e hinchados y me preguntan preocupados qué me había pasado ¿Cómo les digo que me asusta el hecho de que algún día ya no estén? No me sale decirlo y termino alegando cualquier otra cosa.

 

 

Una vez soy consciente de que ellos no estarán siempre allí. Mi otro mayor tormento empieza. Este año cumplo dieciocho. Con dieciocho mis abuelos llegaron a Venezuela a trabajar con apenas estudios. En cambio, he aquí quejándome de los resultados de Eurovisión.

 

 

Ha llegado ese momento que tanto me imaginaba de pequeña y ahora quisiera que se atrasara un poco más. El poder conducir, votar y demás cosas típicas de adultos, no me altera. En realidad, me agobia mi futuro, sobre todo en lo profesional. Temo no ser lo suficientemente buena para tal o cual y me preocupa que sea demasiado tarde cuando encuentre aquello que me haga feliz. Me da miedo fracasar. No quiero decepcionar a mis padres. Me gustaría que se sintieran orgullosos de la hija que criaron y me encantaría poder decirles que es gracias a la educación que me dieron: No tirar la toalla y pelear por lo que te apasiona hasta el último momento. Siempre con corazón y humildad.

 

 

Lo único que sé es que nada es seguro. Solo espero que en el futuro haya valido la pena todos aquellos sermones que me dió mi papá, todas aquellas mañanas parándome temprano para ir al colegio y todas esas noches que me quedo hasta las tantas estudiando.

En fin, no estoy preparada para absolutamente nada. Nunca estamos preparados para lo que nos depara el destino. Como dice una canción del que un día fue Ministro de Turismo de Panamá: “Cuando nacemos no sabemos ni siquiera nuestro nombre, ni cuál será nuestro sendero, ni lo que el futuro esconde. Entre el bautizo y el entierro cada cual hace un camino, y con sus decisiones, un destino”. Así que, dejemos en el pasado nuestros miedos e inseguridades, confiemos en nuestras elecciones, que lo mejor está por venir y, por ahora, bailemos el momento.

 

 

Ainhoa Gonzalo 1ºA, mayo 2022

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