Beatriz Solchaga Moraga (La nariz perfecta)


LA NARIZ PERFECTA

 

Lo tenía decidido, no pensaba pasar ni un minuto más con esa nariz. En cuanto cumpliese los dieciocho, me la operaría. Y ese día era mañana. Por fin.

 

Tenía recortes guardados de todas las revistas con la nariz perfecta. Llevaba guardando la paga de cada cumpleaños, navidad…, incluso el dinero de mis santos. Ya tenía decidido el doctor, tenía un buen título y muy buenas críticas en su página web, ya me había dado una cita y conocía a varios que habían sido operados por él. Habían sido años de preparación, me había costado lo suyo, pero al fin lo tenía todo atado. La próxima vez que entrara por la puerta de mi casa no sería yo con mi gran nariz puntiaguda, sino con una salida de un catálogo de moda. Eso me daba ánimos para continuar con mi plan y perfeccionarlo. Todo pasaría en este día, el de mi dieciocho cumpleaños. Lo mejor es que no era necesario decírselo a nadie, iba a ser mayor de edad. Llevaba esperando más de cinco años esta operación que para mi era más que estética y no pensaba dejar que nadie me parase.

 

Así que, la noche anterior, reuní todo el dinero, preparé todo lo necesario para después de la operación y me dispuse a dormir soñando con la nariz perfecta que tendría al día siguiente. Sin embargo, una llamada lo iba a cambiar todo. Me levanté temprano, apresurada para no despertar a nadie y volver para darles una sorpresa a todos. Mi plan debió de fallar en algo porque en esos cinco minutos de camino al metro, algo pasó que me hizo darme la vuelta y ponerme a llorar en medio de la calle. Todo por lo que trabajé, se desvaneció tan solo con la mera influencia de escasas palabras, pero no eran de cualquier persona.

 

La única voz que realmente me podría influir en mi decisión resonó en mi teléfono con las amables palabras de “!Felicidades almendrita!”. Era mi abuelo Pedro, que me llamaba así desde que era pequeña por la forma de mis ojos. Era un hombre que siempre tenía las palabras adecuadas en el momento oportuno y así lo hizo una vez más. Se puso a rememorar historias de cuando era pequeña. Como cuando me vestí como mi abuela el día de su cumple junto a mis primos o la vez que reté a mi hermano pequeño a un concurso de comer pasta de dientes. Cómo nos reímos rememorándolo.

 

Ninguna de ellas me iba a hacer cambiar mi decisión, pero fue aquella última historia, esa en concreto, la que me hizo replanteármelo todo y que me detuviese en aquel momento. Me contó que cuando yo nací, se fue al hospital corriendo para ver a su nieta. Cuando llegó al nido y vio a todos aquellos bebés, se preocupó por si no podría reconocerme. Entonces, vio mi nariz, la que yo tanto odiaba y durante tanto tiempo. En ese mismo instante lo supo. Adivinó quien era yo. Tenía la nariz, su nariz, había seguido el legado familiar. Ningún bebé tenía tan hermosa nariz que por suerte yo había heredado. Vio a todos esos padres buscando a sus hijos y él tan solo pudo reírse por ser tan afortunado. Fue tan sumamente rápido mi reconocimiento como parte de mi gran familia, de mi gran familia de nariz afilada, que esbozó una sonrisa y corrió pasillo abajo a contarle a mis padres la gran noticia. Todos se contagiaron de su entusiasmo, convirtiendo a esa sala de hospital en el lugar más feliz del planeta.

 

Él tenía una muy parecida y me comentó que, cada vez que me miraba, veía parte de él y se emocionaba al comprobar cómo compartíamos un rasgo como aquel. En ese mismo momento, pude ver mi nariz reflejada. La veía como la mas bonita de todas porque ahora, cada vez que la miraba, veía a mi abuelo en aquella sala del hospital sonriendo por ver que su nieta efectivamente estaba ahí durmiendo. Mi más esperado sueño para el futuro, ya no era ese cambio en mi cara, sino seguir con ella por mucho tiempo.

 

Volví a casa a tirar todos los recortes y la tarjeta de aquel doctor. Cogí todo el dinero que pensaba usar para pagar la operación. Me dirigí al metro de nuevo para ir a comprar dulces de la mayor categoría en vez de a una consulta a pasar tal desastrosas horas. En cambio, pensaba llevar los dulces a mi abuelo y a los demás abuelitos de la residencia y sus cuidadores para disfrutarlos todos juntos. En esos momentos, sólo quería verlo y darle un abrazo por evitar que cometiera un error del que me arrepentiría con una simple frase.

 

Una vez allí, me cantaron el feliz cumpleaños y alabaron mi nariz que tan parecida era a la de mi abuelo. En ese momento, agradecí tanto por tenerla y me hacía sentir muy orgullosa. Así que, cuando volví a casa, después de pasar tan buen día, me encontré a mi familia ansiosa por abrazarme y celebrar mis dieciocho años. Pensaba en lo diferente que habría sido si por esa puerta la que hubiese entrado hubiera sido yo amoratada y vendada. Esa idea me hizo sonreír de tal modo que contagié esa felicidad a todos, en lo que acabó siendo mi mejor cumpleaños. Cuando desperté a la mañana siguiente, finalmente, si tenía la nariz que había soñado, la nariz perfecta.

 

Beatriz Solchaga Moraga, 1º Bachillerato B / 4 de noviembre del 2022

 

Comentarios