UN LUGAR EXTRAÑO
Ese
grito me despertó. Yo estaba impactada, lo reconocí al instante, era de mamá.
Yo no entendía lo que pasaba, pero sabía que algo no iba bien. Debían ser sobre
las dos la mañana de aquel martes de septiembre de 1942 y, aunque ya hayan
pasado siete años, me sigo acordando con todo lujo de detalles. Mi nombre es
Kiva y voy a contaros la historia que cambió mi vida por completo.
Yo
tenía nueve años, y como he dicho antes, un grito en mitad de la oscura noche
me había despertado. Supe al instante de quién era. Me levanté corriendo porque
sabía que algo no estaba bien. Mi hermana pequeña seguía durmiendo. Crucé el
pasillo tan rápido como pude y allí vi a mis padres, en el salón, mirando por la
ventana con cara de mucha preocupación. Me generó mucha curiosidad por lo que
no pude evitar mirar a través de la ventana también. Fue entonces cuando vi
algo que me dejó realmente impactada. Dos hombres de uniforme se estaban
llevando violentamente a una vecina que vivía a una manzana de mi casa. Sabía
que era una situación horrible, pero yo no entendía el miedo de mis padres, tan
solo era una vecina y ni siquiera teníamos vínculos afectivos con ella. Los
nervios de mamá iban en aumento. Cuando se calmó me pidió que me escondiese y
no me moviese de allí. Yo seguía sin entender absolutamente nada, pero aun así la
hice caso inmediatamente, me metí debajo de mi cama. Sabía que algo importante
estaba pasando, pero no sabía que iba a condicionar el resto de mi vida.
Pasados
diez minutos de calma, empecé a escuchar ajetreo de nuevo en mi casa, no me
atrevía a moverme. Notaba movimiento, oía pasos rápidos y de vez en cuando
alguna voz. Eran voces masculinas, pero por alguna razón no lograba
reconocerlas, no eran las de papá, alguien más estaba en mi casa. En el momento
en el que me di cuenta de aquello, mis pulsaciones se multiplicaron, se podía
oír mi respiración desde unos cuantos metros. Mínimo debía haber unas siete
personas en mi casa en aquel momento. De repente, vi a un hombre de uniforme
entrando en la habitación donde yo estaba escondida, me quedé paralizada. Solo
veía sus pies, ya que estaba debajo de la cama. Se acercaba cada vez más hasta
que notó mi presencia, me encontró y me agarró fuerte. Le miré la cara, era
rubio, de piel clara y con ojos azules, justo lo contrario a mí. Lo siguiente
que recuerdo es estar con mi familia en un vehículo, rodeados de aquellos
hombres malos de uniformes que se hacían llamar la Gestapo. Llegamos a una
estación de tren llena de gente, todos eran como nosotros, yo no entendía que
estaba pasando y en varias ocasiones le pregunté a mamá. Ella solo me pedía que
me tranquilizase y me prometía que todo iba a estar bien.
Debían
ser en torno a las seis de la mañana, estábamos dentro de un vagón de unos
veinte metros cuadrados junto a otras treinta personas. No solo había poco
espacio, sino que apestaba allí dentro. Intenté dormir un rato, pero el llanto
de un bebé me lo impedía. Al rato me entró hambre, por desgracia, sabía de
sobra que no probaría bocado durante horas. Calculo que el trayecto duró entre
tres y cinco horas, aunque la sensación fue que duró una eternidad. Al fin
llegamos, se podía ver a lo lejos un edificio antiguo, en mal estado y con un
patio central, parecido a una cárcel, pero sin serlo. Nos bajamos del vagón
minutos después, y fuimos asignados a un sector de aquel edificio. Yo estaba
con mamá y con mi hermana pequeña, pero a papá le había tocado en otro sector
distinto. Durante el primer día apenas le vimos. Llegó la primera noche, la
habitación era un espacio grande donde habría unas setenta mujeres. Dormíamos
sobre unas tablas de madera que hacían las veces de
cama. A mi derecha descansaba una niña de mi edad cuyo nombre era Sara, no
tardé en establecer una amistad con ella, estaba igual de asustada que yo, o
incluso más. Me contó que su madre había muerto años atrás y que su padre estaba
en el sector de hombres de aquel edificio, por lo que estaba sola allí en esa
habitación grande.
Pasaron
los días en aquel extraño lugar y cada vez iba llegando más gente, teníamos
pequeñas tareas durante el día y cuando se ponía el sol, nos daban un plato de
sopa, aunque esta sabía horrible. De vez en cuando, me cruzaba a papá en el
patio, pero no me permitían saludarlo. Yo solo podía hablar con las mujeres de
mi sector, esas eran las reglas. A medida que pasaban los días cada vez olía
peor y peor, por suerte, aquellos hombres de uniforme nos habían prometido una
ducha en un futuro cercano. Los días pasaban y eran siempre igual, tareas y más
tareas, la vida allí era muy monótona.
Por
fin llegó el día esperado, uno de aquellos hombres nos condujo a un pasillo que
daba a una habitación espaciosa con duchas, por fin iba a quitarme aquella
peste de encima. Nos asignaron una ducha a cada una y nos encerraron con llave
para más privacidad. Lo que aconteció a continuación fue algo que no se me
olvidará jamás. De aquellas tuberías no salía agua sino gas. Eso es lo último
que recuerdo, han pasado siete años ya desde mi muerte, y no solo desde la mía,
sino que desde la muerte de millones de personas con las que compartía raza
viviendo así un acontecimiento histórico que será recordado siglo tras siglo.
Gonzalo
Nebot, 1ºA, 19
Noviembre 2022
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