Ignacio Vicens (Más, más y más)


 

MÁS, MÁS Y MÁS

 

Todo empezó a las siete de la mañana, cuando me desperté debido a los gritos que provenían de fuera de nuestro barracón. Todos salimos disparados de nuestros catres nada más se abrió la puerta. Estábamos firmes, mirando hacia la puerta.

- ¡TODO EL MUNDO EN PIE!¡IZADO EN CINCO MINUTOS!¡VAMOS, VAMOS, VAMOS!

 

Nos vestimos a toda velocidad, nos pusimos las botas y salimos corriendo hacia el patio de banderas. Aquel amanecer, con las imponentes colinas verdes rodeándonos por todos lados, frente a las banderas subiendo poco a poco, jamás se me borrará de la memoria. No se veía ni una sola nube en el cielo, detalle que me causaba mucha inspiración. Tras el izado, los avisos:

- ¡FIRMES! - los cien dimos un golpe al unísono -¡DESCANSEN! Hoy será un día duro, señores. Todos sabemos cuál es nuestro objetivo aquí, así que vamos a por él. Las patrullas uno, dos, tres, cuatro, cinco y seis harán rondas de reconocimiento por los alrededores del campamento durante todo el día. Patrullas siete, ocho y nueve, ustedes ya saben lo que les toca. Serán los primeros en entrar al comedor. Al acabar el desayuno, prepararán sus macutos y seguidamente partirán hacia “Las Tres Marías”. Una vez allí, montarán un puesto de avanzada y patrullarán toda la noche. En dos días les quiero de vuelta con un informe completo de la misión. ¡EN MARCHA!

Los demás respondimos con nuestro grito: -¡MÁS, MÁS Y MÁS!

 

Tras el breve desayuno, volvimos al barracón para preparar nuestros macutos. A las siete y media, “la Novena” estaba lista…

 

Salimos del campamento entusiasmados, pues, aunque era una misión sencilla que se llevaba a cabo cada año, llevábamos desde hacía mucho tiempo entrenando para no cometer ni un sólo error. Además, las patrullas que nos precedían habían dejado el listón muy alto, por lo que no podía haber complicación alguna. Era pronto todavía, pero el calor del mes julio empezaba a notarse. Tres horas caminando por asfalto. Poco a poco, las reservas de agua se iban agotando y el cansancio se hacía notar. Muchos empezaban a perder la esperanza, pero después de tanto tiempo, las vimos. Allí estaban ellas, tan imponentes como nos las habían descrito: “Las Tres Marías” y, a sus pies, un pequeño pueblo de unos veinte habitantes. Repusimos fuerzas en la plaza de la iglesia y cuando fuimos a sacar la comida de los macutos, nos dimos cuenta de que estábamos en apuros… ¡No teníamos provisiones ni para dos comidas! Racionamos los alimentos como pudimos, rellenamos nuestras cantimploras y empezamos a caminar por el sendero que atravesaba el valle entre las montañas. A pesar de estar agotados y escasos de provisiones, el día estaba demasiado tranquilo. Nadie se podía imaginar lo que íbamos a vivir ahí…

 

Nada más entrar en el valle, nos topamos con aquellas quienes cambiarían por completo nuestro rumbo e iniciarían nuestra aventura. Un ganado de unas cuarenta vacas con sus respectivos terneros bloqueaban el camino. Uno de los nuestros tomó un palo del suelo y comenzó a hacer aspavientos para espantarlas, pero consiguió todo lo contrario en cuestión de segundos fuimos acorralados por un ejército de cuernos. Nos quedamos completamente petrificados, hasta que otro gritó: -¡Por ahí! ¡Hay un hueco entre esas dos!- Corrimos uno detrás de otro pasando por aquel hueco entre dos toros. El inconveniente fue que, al hacer eso, nos desviamos del camino principal. Como no podíamos pasar entre los animales, se nos ocurrió una idea: Subiríamos a la primera colina que surgía de una de las montañas y retomaríamos el camino por el otro lado de esta. Coronamos aquella pequeña cima muy esperanzados. Al llegar me quedé contemplando el camino que habíamos recorrido desde esa mañana, pero de un momento a otro todo ese paisaje se ocultó ante mis ojos. Una densa niebla nos devoró en cuestión de segundos y los truenos que empezaron a escucharse no tenían buena pinta. Todo nuestro equipo empezó a mojarse debido a la lluvia y no podíamos ver nada a más de dos metros de distancia, por lo que perdimos el rumbo.

 

Anduvimos más o menos una hora por arbustos y matorrales que nos llegaban por las rodillas, con las botas caladas y la mirada fija en el suelo. Finalmente, nuestro superior asumió que estábamos perdidos y llamó urgentemente al sacerdote del pueblo para pedirle indicaciones. Él nos dijo que teníamos que seguir caminando en línea recta hasta encontrar un camino de barro, el cual debíamos seguir hasta llegar a la carretera que llevaba a una antigua colegiata en la que podríamos refugiarnos. Nuestra esperanza se reactivó y nos pusimos en marcha. Para llegar a dicho camino tuvimos que bajar todo lo que habíamos subido. Nunca he sentido tanto dolor en las piernas como en aquella bajada. Tras mucho esfuerzo, logramos alcanzar el camino de barro y continuamos caminando.

 

Transcurrió otra hora y paramos para reagruparnos. No dejaba de llover y la niebla no se disipaba. Hicimos un circulo para asegurarnos de que estábamos todos. Nuestro superior empezó a explicar el nuevo plan. Yo estaba muy atento. Tanto, que me pareció ver que algo se movía detrás de él…

Unos segundos más tarde noté un cálido aliento en mi mano izquierda. Me giré y lo vi. Un mastín gigantesco de color gris con su distinguido collar de pinchos estaba gruñendo a mi lado. Mi cuerpo se paralizó. Intentaba moverme pero no podía, hasta que, con la ayuda de mis “hermanos” pude escapar de ese hechizo llamado miedo. Caminamos durante un buen rato sin hacer un mínimo ruido y con el perro junto a nosotros.

 

Llegamos a la carretera con más frio que cansancio y más agua que piel. El mastín había dejado de seguirnos hace rato, gracias a Dios, pero la niebla y la lluvia no cesaban. Seguimos las indicaciones de nuestro sacerdote y anduvimos por la carretera hasta el lugar del que nos había hablado. Aquel lugar era de película de terror. Ese “pueblo” al que tanto anhelábamos llegar no era más que un bar de mala muerte, un antiquísimo monasterio y varias casas derruidas. Y allí estaba él, nuestro salvador, todo vestido de negro y con un paraguas en mano; el sacerdote.

 

Entramos en la colegiata y, aunque era una obra del siglo XI y no había calefacción, fue de lo más agradable estar bajo un techo y no bajo la lluvia. Desmontamos los equipajes y desplegamos nuestras esterillas. Estando ahí tumbado, mirando al techo, sólo podía pensar una cosa: “Hoy he vivido la experiencia más cercana a la muerte que he tenido y…”. De pronto escuché un golpe seco. Unos momentos después, escucho otro. Me incorporo y me doy cuenta de que, dónde antes estaba con todos mis “hermanos”, ahora estaba solo. Otro golpe, seguido de un grito. Se repitió ese patrón varias veces, hasta que poco a poco pude ir distinguiendo esa voz. “Mmm. Me suena mucho… ¿Puede ser…?”

 

-¡He dicho que arriba!¡Despierta! - Me levanté del catre dando un brinco. Estaba en mi barracón junto a mis “hermanos” y uno de los jefes estaba delante de mí con cara de pocos amigos: - ¡Ya era hora!¡Bien!¡TODO EL MUNDO EN PIE!¡IZADO EN CINCO MINUTOS!¡VAMOS, VAMOS, VAMOS!

No me lo podía creer. ¡Todo había sido un simple sueño! Me vestí y me dirigí al patio de banderas. No se veía ni una sola nube en el cielo, detalle que me causaba mucha inspiración…

 

-¡FIRMES!- se hizo el silencio- ¡DESCANSEN! Hoy será un día duro, señores…

 

 

Ignacio Vicens Hernández-Rubio  1ºB.  Noviembre – 2022

 

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