UN
LUGAR AL QUE LLAMAR HOGAR
Todavía recuerdo el día en que me subí a aquel avión,
con tan solo doce años, abandonando a mis amigos, a mi familia y a mi país. Aún
puedo ver la cara de mi madre llorando y a mi hermano Alberto, que por entonces
sólo tenía seis años, despidiéndose de mí. Al sentarme en mi asiento, me giré y
vi decenas de niños de edad parecida a la mía, algunos lloraban y otros, como
yo, se preguntaban a dónde nos llevaban. Claro que, por entonces, yo no sabía
que no me reencontraría con mis padres hasta treinta años después y que no
volvería a pisar Cuba nunca más.
Unos meses antes, en marzo de 1952, el ejército del
país se había impuesto en el gobierno. En casa las cosas cambiaron bastante
desde entonces: acompañaba a mi madre los fines de semana a recoger los
alimentos que nos correspondían según la cartilla de racionamiento, que no
llegaba a ser suficiente para la alimentación de cinco personas, por lo que mi
padre estuvo meses fingiendo estar enfermo para poder disponer de comida. Mi
colegio cerró poco tiempo después, y, sin darme cuenta, perdí el contacto con
mis compañeros. Algunos fueron encarcelados, varios huyeron y otros optaron por
permanecer con sus familias y quedaron allí atrapados.
Tras meses de angustia, mis padres decidieron que
debía abandonar el país. Unas semanas después, me encontraba en Florida. Vivía
junto con otros emigrantes en un polideportivo. Dormíamos en sacos tirados en
el suelo y nos ofrecían latas de arroz para comer y también para cenar. Poco
tiempo más tarde, fui acogido por una familia. Entonces, comencé a buscar
trabajo para poder mantenerme a mí mismo. Así, conocí a uno de mis mejores
amigos, trabajando como pintor en una urbanización estadounidense.
Meses después, reuní el dinero suficiente para
comprarme un vuelo a Madrid. Allí, comencé a estudiar la carrera de medicina.
En la facultad conocí a otro emigrante cubano. Él me sugirió que me mudase a
Cádiz, ya que yo buscaba un trabajo desesperadamente y en Madrid las
oportunidades eran muy escasas. Así fue como, junto con unos amigos, alquilamos
una casa, en unas condiciones bastante pésimas, en Cádiz.
En Cuba, mi hermana Elvira, dos años mayor que yo,
había decidido abandonar el país, al ver que cada vez más gente se disponía a
alejarse de la dictadura que se había impuesto, y que era cada vez más
violenta. Ella vivió durante el resto de su vida en Miami, junto a sus hijas y
a su marido. Buena parte de mi familia salió, al igual que mi hermana y que yo,
de Cuba. Aun así, mis padres permanecieron allí. Hablaba con ellos de vez en
cuando por carta. Sin embargo, ya que ninguno de ellos había podido obtener una
educación básica, escribir les resultaba muy complicado, y eso dificultó la
comunicación.
Por otro lado, mi hermano Alberto, al cumplir los doce
años, quiso abandonar también el país. Mis padres lograron obtener un billete
de avión para que él pudiese venir a vivir conmigo, y así lo hizo. En Cádiz,
conocí en la carrera al que sería mi mejor amigo desde entonces, Pepe.
Pasaron los años, y logré establecerme en una casa
cómoda para mi hermano y para mí. En una ocasión, Pepe me invitó a comer en
casa de sus hermanas, que acababan de llegar de Murcia. Entonces fue cuando
conocí Santi, la que más tarde sería mi mujer.
Nos compramos un piso juntos en la ciudad y mi hermano
logró encontrar un trabajo para cubrir sus necesidades. Tuvimos cuatro hijas y
obtuve un trabajo como cirujano digestivo en el hospital, mientras que mi mujer
consiguió ser profesora de lengua en un colegio de Cádiz.
Cuando mis hijas eran aún pequeñas, mis padres
lograron salir del país. Recuerdo el momento en que les volví a ver. Habían
pasado treinta años, mi padre, que era veinte años mayor que mi madre, estaba
ya muy envejecido. Les presenté a las niñas y a mi mujer, y pude contarles a
fondo todo lo que me había pasado durante el tiempo en que habíamos estado
separados, ya que en las cartas no había podido expresar apenas nada.
Hoy en día, sigo viviendo en Cádiz con mi mujer. Mis
hijas se casaron y ahora cada una vive en un sitio distinto. Tengo, también,
una gran cantidad de nietos a los que disfruto contándoles esta historia.
Silvia De la Torre Iglesias, 1ºB Bachillerato,
noviembre 2022
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