Beatriz Solchaga Moraga (Los recuerdos de un extraño)


 

LOS RECUERDOS DE UN EXTRAÑO

 

Eran las 10. Mamá nos había llamado a desayunar. Como siempre, se te había olvidado ponerte los zapatos y tuve que esperarte. Cuando conseguimos bajar, ya se olía el olor de las tostadas y, al ser mamá tan despistada, se le olvidó ponerte un plato. E incluso vaso. Nos sentamos a la mesa y nos pusimos a charlar. Mamá estaba un poco más nerviosa de lo normal, se lo notaba. Como cada mañana, nos recordó Que tenía que tomarme mis pastillas, pero tú siempre las escondías. ¡Cómo nos divertíamos con eso!

 

Fuimos andando al colegio como de costumbre, pasando por el frondoso parque para jugar a la pelota, era casi rutina. Esos momentos me hacían darme cuenta de lo mucho que te necesitaba. Eras mi mayor apoyo, eso seguro.

 

Tras veinte minutos, llegamos a nuestro destino, al colegio. Allí ya estaba aquel chico alto de pelo rubio, Ramón, que nos esperaba ansioso para ir a la primera clase. Vosotros no os llevabais bien, nunca se dirigía ti. No hablabais. Había silencio, pero no parecía importarte. Ya dicen que los grupos de tres no funcionan. Pasando por los pasillos, todos nos miraban raro, como de costumbre. Notaba las miradas clavadas en mi nuca y ahí era cuando tú me dabas la mano y me tranquilizabas. Me gustaba pensar que era porque siempre llevabas los zapatos mal atados. Anda que menudo eras. En clase tampoco te preguntaban, me acuerdo que me daba mucha envidia porque encima nunca te sabías la respuesta de nada, igualito que yo.

 

Llegaba la tarde y las clases se acaban y venía el coche rojo de papá. Papá tampoco te caía bien porque siempre hablaba de ti con un tono serio y preocupado. Si solo él te entendiera como yo…

 

Al entrar al garaje, ya veía algo raro, el coche de mamá no estaba sino uno mucho más pequeño que yo ya reconocía. Tú te ponías muy nervioso siempre que lo veías, como si incluso te enfadara. Subí las escaleras cabizbajo solo para descubrir lo que ya sospechaba: la doctora de los jueves. Nos esperaba sentada en la cocina, hablando con mamá. Me sudaban las manos, mi pierna no paraba de temblar, me sentía muy intranquilo, sabía que fuera lo que fuera no sería bueno, que cambiaría todo por completo. Y así ocurrió.

 

Me acerqué, más nervioso que nunca, contigo de la mano, para preguntar por su visita. Mamá me miró desafiante diciéndome lo que yo más temía, que teníamos que hablar de ti. Es verdad que ella nunca hablaba de ti, le ponía triste por alguna razón. Me senté en la silla al lado de la doctora y tú al lado de mamá. Me preguntaron por las pastillas. Yo no contesté, solo tú sabías dónde estaban. Después de aquel silencio, mamá se derrumbó, las lágrimas no cesaban, mientras la doctora me pedía que me vaciara los bolsillos ¡Allí estaban las pastillas! Eso significaba que yo ganaba. Creo que esa fue la última vez que te vi sonreír.

 

Mis padres no estaban tan contentos, tampoco la doctora. No entendían nuestro juego. Parecían descontentos con que hubiese ganado, lo que nunca comprendí. Tras esto, la doctora nos miró fijamente y dijo que tendríamos que irnos de viaje a un lugar muy lejano. Tú y yo adorábamos los viajes, siempre jugábamos a piedra papel y tijera. Siempre ganabas. Sin embargo, esta vez era diferente. Nos metieron en un coche donde reinaba el silencio, solo se escuchaban los sollozos de mamá. Los dos estábamos callados. Ninguno esperaba que nuestro viaje en carretera fuera de media hora a un hospital. El lugar más odiado para cualquier niño. Allí me sentía mareado, peor que con las miradas del colegio. Tú parecías más preocupado todavía. Nos abrazábamos, no cabía duda que siempre me hacías sentir mejor.

 

La doctora esperaba a que mis padres llegaran y nos miraba con detenimiento. Seguía mi mirada y me preguntaba por ti sin parar: que si sabía dónde estabas, que si hablaba contigo mucho… y mientras tomaba notas. No entendía nada.  Tras cinco minutos de espera con el corazón a mil, se abrieron las puertas de madera chirriando. Mamá corría a abrazarme. Papá me repetía que era por mí, por mi salud, mi futuro. A ti no te abrazaban, pero yo sí.

 

Tras la despedida me fui con la doctora a una sala. Una sala con cuatro paredes y una pequeña ventana completamente vacía. Era mi habitación. Me tragué las pastillas tras tanta insistencia. Tú no parecías contento. Semanas pasaban y yo sólo pensaba en ti y los planes que haríamos cuando saliera. Prometiste visitarme, como lo hacían mamá y papá, pero te marchaste. Desapareciste.

 

Te veía por la ventana a veces, cada vez menos. Cuantas más pastillas tomaba, menos te veía. Hasta el punto que te desvaneciste. Al cabo de un año, me dejaron salir. Te fui a buscar. No estabas en ningún lado, ni en la cocina, ni en mi cuarto, ni si quiera en el garaje. Supuse que te habías ido a jugar por ahí. Por la mañana había solo un plato ya no ponía otro, no me paraba a jugar a la pelota en nuestro parque, tampoco tenía tu mano para cuando me miraban mal en el pasillo. Ya no estabas. Ramón parecía contento, sabía que nunca le habías gustado. Mamá y Papá también se alegraban. Pero yo no. Yo te necesitaba.

 

Años después lo entendí, no eras real. Nunca lo fuiste. Eras una parte de mi imaginación. Nadie te hablaba porque no estabas nunca ahí. Pero, para mí, sí lo fuiste, todo lo que vivimos fue real. Tú estuviste ahí. Creo que nunca cambiare mi opinión al respecto, mi mejor amigo Jorge. Puede que nadie te viera, pero yo sí lo hice. Yo tengo grabado cada recuerdo contigo. No creo que nadie lo vaya a entender nunca, pero yo te quiero como a un hermano. Fuiste, eres y serás siempre mi familia. Y esa es la única prueba que necesito para saber que todo fue real, que tú exististe.

 

Beatriz Solchaga Moraga / 1º Bachillerato B / 6 de febrero de 2023


Comentarios