LOS RECUERDOS DE UN
EXTRAÑO
Eran
las 10. Mamá nos había llamado a desayunar. Como siempre, se te había olvidado
ponerte los zapatos y tuve que esperarte. Cuando conseguimos bajar, ya se olía
el olor de las tostadas y, al ser mamá tan despistada, se le olvidó ponerte un
plato. E incluso vaso. Nos sentamos a la mesa y nos pusimos a charlar. Mamá
estaba un poco más nerviosa de lo normal, se lo notaba. Como cada mañana, nos
recordó Que tenía que tomarme mis pastillas, pero tú siempre las escondías.
¡Cómo nos divertíamos con eso!
Fuimos
andando al colegio como de costumbre, pasando por el frondoso parque para jugar
a la pelota, era casi rutina. Esos momentos me hacían darme cuenta de lo mucho
que te necesitaba. Eras mi mayor apoyo, eso seguro.
Tras
veinte minutos, llegamos a nuestro destino, al colegio. Allí ya estaba aquel
chico alto de pelo rubio, Ramón, que nos esperaba ansioso para ir a la primera
clase. Vosotros no os llevabais bien, nunca se dirigía ti. No hablabais. Había
silencio, pero no parecía importarte. Ya dicen que los grupos de tres no
funcionan. Pasando por los pasillos, todos nos miraban raro, como de costumbre.
Notaba las miradas clavadas en mi nuca y ahí era cuando tú me dabas la mano y
me tranquilizabas. Me gustaba pensar que era porque siempre llevabas los
zapatos mal atados. Anda que menudo eras. En clase tampoco te preguntaban, me
acuerdo que me daba mucha envidia porque encima nunca te sabías la respuesta de
nada, igualito que yo.
Llegaba
la tarde y las clases se acaban y venía el coche rojo de papá. Papá tampoco te
caía bien porque siempre hablaba de ti con un tono serio y preocupado. Si solo
él te entendiera como yo…
Al
entrar al garaje, ya veía algo raro, el coche de mamá no estaba sino uno mucho
más pequeño que yo ya reconocía. Tú te ponías muy nervioso siempre que lo veías,
como si incluso te enfadara. Subí las escaleras cabizbajo solo para descubrir
lo que ya sospechaba: la doctora de los jueves. Nos esperaba sentada en la
cocina, hablando con mamá. Me sudaban las manos, mi pierna no paraba de
temblar, me sentía muy intranquilo, sabía que fuera lo que fuera no sería
bueno, que cambiaría todo por completo. Y así ocurrió.
Me
acerqué, más nervioso que nunca, contigo de la mano, para preguntar por su
visita. Mamá me miró desafiante diciéndome lo que yo más temía, que teníamos
que hablar de ti. Es verdad que ella nunca hablaba de ti, le ponía triste por
alguna razón. Me senté en la silla al lado de la doctora y tú al lado de mamá.
Me preguntaron por las pastillas. Yo no contesté, solo tú sabías dónde estaban.
Después de aquel silencio, mamá se derrumbó, las lágrimas no cesaban, mientras
la doctora me pedía que me vaciara los bolsillos ¡Allí estaban las pastillas!
Eso significaba que yo ganaba. Creo que esa fue la última vez que te vi sonreír.
Mis
padres no estaban tan contentos, tampoco la doctora. No entendían nuestro
juego. Parecían descontentos con que hubiese ganado, lo que nunca comprendí.
Tras esto, la doctora nos miró fijamente y dijo que tendríamos que irnos de
viaje a un lugar muy lejano. Tú y yo adorábamos los viajes, siempre jugábamos a
piedra papel y tijera. Siempre ganabas. Sin embargo, esta vez era diferente. Nos
metieron en un coche donde reinaba el silencio, solo se escuchaban los sollozos
de mamá. Los dos estábamos callados. Ninguno esperaba que nuestro viaje en
carretera fuera de media hora a un hospital. El lugar más odiado para cualquier
niño. Allí me sentía mareado, peor que con las miradas del colegio. Tú parecías
más preocupado todavía. Nos abrazábamos, no cabía duda que siempre me hacías
sentir mejor.
La
doctora esperaba a que mis padres llegaran y nos miraba con detenimiento.
Seguía mi mirada y me preguntaba por ti sin parar: que si sabía dónde estabas,
que si hablaba contigo mucho… y mientras tomaba notas. No entendía nada. Tras cinco minutos de espera con el corazón a
mil, se abrieron las puertas de madera chirriando. Mamá corría a abrazarme.
Papá me repetía que era por mí, por mi salud, mi futuro. A ti no te abrazaban,
pero yo sí.
Tras
la despedida me fui con la doctora a una sala. Una sala con cuatro paredes y
una pequeña ventana completamente vacía. Era mi habitación. Me tragué las
pastillas tras tanta insistencia. Tú no parecías contento. Semanas pasaban y yo
sólo pensaba en ti y los planes que haríamos cuando saliera. Prometiste
visitarme, como lo hacían mamá y papá, pero te marchaste. Desapareciste.
Te
veía por la ventana a veces, cada vez menos. Cuantas más pastillas tomaba,
menos te veía. Hasta el punto que te desvaneciste. Al cabo de un año, me
dejaron salir. Te fui a buscar. No estabas en ningún lado, ni en la cocina, ni
en mi cuarto, ni si quiera en el garaje. Supuse que te habías ido a jugar por
ahí. Por la mañana había solo un plato ya no ponía otro, no me paraba a jugar a
la pelota en nuestro parque, tampoco tenía tu mano para cuando me miraban mal
en el pasillo. Ya no estabas. Ramón parecía contento, sabía que nunca le habías
gustado. Mamá y Papá también se alegraban. Pero yo no. Yo te necesitaba.
Años
después lo entendí, no eras real. Nunca lo fuiste. Eras una parte de mi
imaginación. Nadie te hablaba porque no estabas nunca ahí. Pero, para mí, sí lo
fuiste, todo lo que vivimos fue real. Tú estuviste ahí. Creo que nunca cambiare
mi opinión al respecto, mi mejor amigo Jorge. Puede que nadie te viera, pero yo
sí lo hice. Yo tengo grabado cada recuerdo contigo. No creo que nadie lo vaya a
entender nunca, pero yo te quiero como a un hermano. Fuiste, eres y serás
siempre mi familia. Y esa es la única prueba que necesito para saber que todo
fue real, que tú exististe.
Beatriz
Solchaga Moraga / 1º Bachillerato B / 6 de febrero de 2023
Comentarios
Publicar un comentario