Olga García (aquel lugar feliz)


 

AQUEL LUGAR FELIZ


Hoy por la mañana me levanto cansado. Desayuno, me ducho, me visto y salgo de casa. Me siento en el asiento del bus y miro a la nada. Mismo sentimiento de vacío de siempre. Me bajo del bus y me dirijo a clase. Gabriel, mi mejor amigo, me espera en la puerta del instituto. Está rodeado de gente, todos asombrados por cada cosa que cuenta. Cuánta envidia le tengo. Sin embargo no puedo negar que Gabriel cuenta las mejores historias. Siempre me enseñan mucho.

 

El día de hoy ha sido tan mecánico como siempre. El examen de Literatura me ha salido peor de lo que esperaba. Pero qué más dará ya. Voy andando por el pasillo mirando hacia el suelo, sin ningún destino concreto, cuando me choco con alguien. Cuando alzo la mirada veo el rostro de una chica que no había visto nunca. “¿Eres nueva?”, le pregunto. Ella me observa detenidamente, como si tratara de analizarme hasta el alma. Pero decide ignorar mi pregunta y me dice “¿Estás perdido?”. Su pregunta me desconcierta de alguna manera y al principio no sé qué responderla. Al ver que no contesto, ella continúa, “Te veo perdido, desorientado. Tal vez te apetezca hablar”. Todo lo dice con un tono extrañamente amable, cosa a la que no estoy acostumbrado. “No gracias, estoy ocupado”, le respondo. “No pareces ocupado” ella dice, “estoy segura de que no te arrepentirás de hacerlo, sé dar muy buenos consejos” Dudo de qué hacer, pero finalmente cedo, de todas formas no iba a hacer nada hoy.

 

Gabriel está contándome una cosa que le pasó hace unos días, algo sobre un perro. Pero no soy capaz de escuchar bien lo que dice. Estoy tan metido en mis propios pensamientos, y no paro de darle vueltas a la conversación que tuve ayer con esa chica. Creo que me dijo que se llamaba Eva. Estuvo toda la tarde escuchándome hablar, como nadie nunca antes lo había hecho. Me había hecho sentir tan… lleno. Me habló sobre este sitio súper interesante al que ella iba todos los días. No me dio grandes detalles sobre él pero lo describió como un lugar donde la paz reina siempre. Me pareció que lo llamó “el centro”. Me dijo que me pasara algún día si tenía tiempo y así seguiríamos esas conversaciones tan apasionantes, estaba pensando en hacerlo. Cuando me doy cuenta veo que Gabriel me está mirando fijamente. Me excuso y me pregunta que qué diablos me pasa. “Nada importante, simplemente estoy cansado”, le digo. No quiero darle explicaciones. Me despido y me voy a casa.

 

Al día siguiente decido visitar ese sitio tan interesante del que me había hablado Eva. Ella me espera en la entrada. Cuando entramos dentro contemplo un lugar calmado pero al mismo tiempo lleno de vida. Al llegar ya se me acercan dos personas, que curiosamente se dirigen hacia mí por mi nombre. Supuse que Eva se lo habría dicho. Mucha gente se me va acercando poco a poco, todos parecen querer conocerme. Unos me ofrecen su sitio en los sillones que ay, y otros incluso me traen comida, ¡vaya lujo! Hay un nombre que no para de repetirse en muchas frases. Al principio no logro entenderlo bien pero finalmente me doy cuenta que hablan de un tal Sr. Bardot. Lo nombran con tanto énfasis como si fuera la persona que les ha cambiado la vida. De un momento a otro todos se vuelven en silencio. No entiendo lo que está pasando hasta que veo una figura acercarse desde el otro lado de la sala. Le saludan de una forma un tanto extraña, pero se me va de la mente el pensamiento cuando veo que dicha figura se me acercaba de forma decidida. Sin esperármelo, recibo un fuerte abrazo del señor que acaba de venir. Intuyo que se trata del Sr. Bardot del que todos hablan tanto. Aun no lo sé, pero esa persona me va a condenar de por vida.

 

Cuando veo a Gabriel en clase al siguiente día,  a contarme una de esas historias que tanto le caracterizan. No estoy muy seguro de que debí hacer, pero se pone a mirarme raro. “¿A ti qué te pasa?” me pregunta. No entiendo la pregunta. “Estás muy raro” me dice, y acto seguido se da la vuelta y desaparece.

 

Estoy en “el centro” hablando con el Sr. Bardot. Da muy buenos consejos. Me recuerdan a los que me da siempre Gabriel con las moralejas de sus historias. “Entiendo por lo que estás pasando. Sentirse vacío por dentro es el peor sentimiento que hay. Aquí tenemos espacio de sobra para ti. Nadie te juzga, ni quién eres, ni de dónde vienes, ni quién quieres ser.” “Pero yo no sé quién quiero ser” “Nosotros te podemos ayudar en eso”. Comienzo a pensar que quizá no fuera la mejor idea relacionarme con esa gente. “No sé si debería estar aquí. Creo que debería irme.” Le dije. “¿Por qué? ¿Nos estás juzgando? ¿Tal y como te juzgas a ti mismo cada día, sin saber el potencial que escondes bajo esos ojos cansados y sin vida?” Eso duele, pienso interiormente. Él me mira con comprensión, como si de verdad me entendiese. “En la vida hay que dar oportunidades. Quiero que confíes en mí.” Cuando me dice eso, me siento tan débil que no me veía ni capaz de llorar.

 

Ahora siento que he encontrado la solución a todos mis problemas, que he encontrado la pieza que me falta. He dejado de juntarme con Gabriel. Últimamente voy mucho con Eva y sus amigos. Hoy hemos quedado en “el centro”, y veo que me llega un mensaje. Es de la madre de Gabriel. Ha tenido un accidente.

 

Llego al hospital lo más rápido que puedo, y me traigo al Sr. Bardot para que me acompañe. Mi familia, que también está allí, ya están al tanto de mi relación con él y con “el centro”. Cuando lo ven entrar por la puerta van directos hacia él. Mi padre le pega un puñetazo en la mandíbula, haciendo que caiga al suelo. No logro comprender lo que pasa. El padre de Gabriel le asesta una patada en el estómago por el cual suelta una especie de grito de dolor. Mi padre se acerca a mí y me agarra fuertemente arrastrándome hacia una esquina. Yo sigo sin entender nada de lo que pasa. “Nunca vuelvas a acercarte a esa persona ni a nadie de su círculo. Son una malita secta, ¿o es que no te has dado cuenta? Te hacen sentirte perdido hasta que te enganchas, y una vez te tiene no dejará que te vayas.”. No me doy cuenta de que estoy llorando hasta que me pongo las manos en la cara. Y solo pienso en hacer una cosa.

 

Entro en la habitación donde se encuentra Gabriel. Está inconsciente, tras haber sido arrollado por una moto mientras cruzaba la calle. No lo entiendo. Él siempre es tan precavido. Le observo, de pies a cabeza, está irreconocible. “No me estás mirando, pero sé que me escuchas. Necesito que te quedes. Significas tanto para mí que no puedo imaginarme una vida en la que no estés. Todo lo que he aprendido de ti durante estos últimos años han sido lo único que me hacía dudar del “centro”, pero todavía no me has enseñado lo suficiente y por eso necesito que te quedes conmigo. Ya no quiero estar solo.”

 

Al final del día recogí mis cosas, no volví a pisar aquel lugar ni a saber nada de aquellas personas durante resto de mi vida. Ya había encontrado algo en lo que creer.

 

Olga García Calvo, 1ºB, 07/02/2023

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