Ángela Fúster (Ángel de la guarda)


ÁNGEL DE LA GUARDA

 

Lo que más recuero del día que enterramos a mi padre es el sonido, el ruido de la caja descendiendo a la tierra en aquel pequeño cementerio civil, un sonido áspero que no nos confortaba. Cuando los enterradores terminaron y depositaron la última palada de tierra sobre la caja, mi madre y mis hermanos y yo nos quedamos sin saber qué hacer. Hasta que mi tío Ramiro nos sacó de nuestro estupor con unas palabras: “Bueno, pues ya está”. Eso fue todo.

 

Supongo que eso es lo que nos ocurre a los ateos, que ante la muerte no sabemos qué decir. Nunca nadie en mi familia, por lo menos desde que tengo recuerdo, ha creído en Dios. Hablábamos poco del asunto, y cuando lo hacíamos, lo despachábamos con un par de frases típicas: “La religión es un cuento para viejas asustadas” y “si de verdad existiera un Dios, no permitiría el sufrimiento”. Yo siempre he pensado que toda esa pamplina de comer el cuerpo de Cristo no era más que un lavacerebros y una forma de control sectario de unos pobres niños de 10 años. Tampoco necesitaba un Dios para encontrar un lugar en el mundo. Sin él, me he educado bien, he estudiado una buena carrera, tengo buenos amigos y hasta he sido capaz de encontrar el amor.

 

Conocí a la chica de mis sueños en mi segundo año de carrera sin ayuda de la divina providencia, Laura era perfecta para mí. Ella era todo lo que un hombre puede querer en la vida. Divertida, guapa, elegante, inteligente, con un sentido del humor que llegaba hasta el sarcasmo sin apenas esfuerzo. Compartíamos gustos, aficiones y tenía una forma de ayudar a los demás de manera altruista que me enamoró.

 

Pero no creáis que venga a contaros una historia trágica sobre ella. Ni mucho menos. Hace ocho años nos casamos, por lo civil, claro. Fueron los mejores años de mi vida. Nos mudamos a un pequeño piso de dos habitaciones frente al mar de mi infancia, en Santander. Los primeros dos años fueron de película, pero al tercero empezamos a notar un hueco en el cuarto de invitados. Casi como que hacía más frío allí que en el resto de la casa. El frío desapareció cuando nació Nico, y el cuarto se llenó de un calor de llantos, risas y pañales. Como podéis adivinar, en todo este tiempo no di gracias a ningún Dios por nada. Si acaso, todo lo más, me daba alguna palmadita en la espalda a mí mismo por haber acertado tanto en la vida.

 

Tampoco se me ocurrió pensar en Dios cuando los médicos encontraron un tumor maligno muy agresivo llamado sarcoma de Ewing en la parte media de la espalda de mi hijo. No recurrí a él, ni negocié nada con él durante los infernales meses de quimio, tras las infinitas horas en esa habitación morada del hospital pediátrico. Por eso tampoco le dí las gracias cuando los doctores nos dijeron que Nico era apto para una cirugía extractora. Ni le supliqué cuando los médicos nos advirtieron de que había un riesgo de que Nico jamás se volviera a levantar de la mesa de operaciones. Saber que la vida de tu hijo está en las manos de una simple decisión es aterrador y supone una presión indeseable. Tras horas de meditación y de noches en vela, dijimos que sí. Confianza ciega en los médicos, en la Ciencia y en el hombre. Y si no, maldita sea, mala suerte.

 

Laura y yo íbamos junto a la camilla que llevaba a Nico hacia el quirófano. Pasamos junto a la capilla justo cuando una pareja joven abría la puerta agarrados de la mano. No sé por qué me quedé con esos detalles. Me sentía igual que aquel tranquilo día de otoño enterrando a mi padre. No tenía ni la más remota idea de qué hacer, no sabía qué decir, qué pensar, cómo moverme, cómo no moverme. Le dí un beso final a Nico con una actuación que yo creo de óscar de cine y vi cómo se lo llevaban por los largos pasillos de ese hospital que se había convertido en una segunda casa, inhóspita y fría, como aquel cuarto de invitados.

 

Ahora tocaba esperar. Y esperar. Y luego, esperar. Laura y yo no hablamos durante las cinco horas de espera. Ella no me hablaba y yo no le hablaba porque sólo pensábamos en lo peor, en que todo va a salir mal… En que íbamos a perder a nuestro único hijo. O a lo mejor, no. A lo mejor, todo iría sobre ruedas. Lo descubriríamos en las siguientes tres horas y media. Por ese mismo largo pasillo por el que se llevaron a Nico, vimos a una doctora caminar a buen ritmo hacia nosotros y mi corazón se detuvo. Sabía que si no me decía en los próximos diez segundos que todo había salido bien, yo sería el siguiente en una camilla.

 

“La operación ha sido un éxito” -sonrío la doctora. “Casi excepcional para una extracción en un niño tan pequeño”. Mi Nico aún no había dado el estirón, pero ya lo daría, le quedaba toda la vida por delante para crecer y convertirse en un verdadero hombre. No nos cabía la felicidad. No recuerdo bien como llegué a la sala de reanimación, pero creo que volé. Y ahí estaba mi Nico, igual que como se fue, pero sano. Dí las gracias a los médicos que habían salvado la vida a mi hijo. Nunca entenderé a esas personas que dan las gracias a Dios por un trabajo perfecto. Nadie jamás vio a un ser celestial agarrar un bisturí.

 

Ya despierto, Laura le preguntó –“¿Qué tal, campeón, estabas nervioso?”. Nico no dijo nada. Sólo miraba hacia arriba, a punto indeterminado del techo. La enfermera que cambiaba el gotero del suero sonrió: “Este hombrecito ha sido un valiente. Claro que cómo no ibas a serlo con tu ángel de la guarda ahí contigo”. Yo iba a lanzarme a protestar cuando Nico sonrió a la enfermera y susurró, con la voz perezosa de la anestesia: “Qué va, No estaba mi ángel de la guarda. O sea, sí que intentó entrar en la sala pero el abuelo Francisco se puso en medio y le dijo que ya se quedaba él conmigo y que el ángel se fuera al pasillo a ver cómo estaba papá”.

Mi hijo me miró mientras mis ojos se arrasaban en lágrimas, buscó mi mano con la suya y me dijo: “el abuelo Francisco dice que te espera en la capilla, que vayas y te sientes, que él se pondrá a tu lado”.

Mientras escribo estas líneas, Nico juega a mi lado, junto a la mesa camilla en la que se van acumulando los papeles que tengo que firmar para trasladar el cuerpo de mi padre a un cementerio católico. Mañana será un gran día. Si Dios quiere.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

ÁNGELA FÚSTER SOROETA

1ºBACH A MAYO 2023

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