Inés Hildebrandt (Una eternidad)


UNA ETERNIDAD

Según los reportes de la policía, todo ocurrió en un intervalo de nueve minutos. Yo no me lo creo; ellos no saben nada. No saben lo mucho que puede cambiar la percepción del tiempo dependiendo de cada persona. En nueve minutos puedes conocer al amor de tu vida; en nueve minutos puedes tomar la decisión más importante de toda tu carrera; o, en nueve minutos, tu mundo se puede desmoronar por completo. Y aunque reduzcan los hechos a ese intervalo, la realidad es mucho mayor.

La primera vez que miré el reloj fue a las 9:06, al inicio de la clase de francés. Como cualquier otro lunes, llegaba sin haber dormido nada, con los deberes sin hacer y deseando haberme quedado en la cama. La universidad me tenía agotada y cada día me hacía preguntarme si de verdad eso era lo que quería. Por supuesto, ese día no estaba atenta.

Calculo que habrían pasado unos veinte minutos cuando recibimos un email del director de nuestra universidad, en el que se nos informaba de un tiroteo en el dormitorio West AJ, el cual había resultado en dos muertos: Emily y Ryan. Aunque no los conociese, el pánico se apoderó de mi cuerpo. El profesor parecía paralizado por el miedo y no sabíamos cómo actuar.

9:30. Una chica de segundo año entró en el edificio gritando en shock la noticia que acabábamos de recibir. Varios alumnos salieron corriendo de las clases para ayudarla y, después de haberla calmado, el terror se extendió en el edificio. Estudiantes corriendo por todos lados hacia sus amigos, asegurándose de que nadie más había resultado herido, aunque el dormitorio se encontrase en la otra punta del campus.

9:40. Un nuevo estudiante entró en Norris Hall sin hacerse notar entre la multitud tras haber bloqueado con cadenas todas las puertas del edificio.

9:42. El primer disparo.

Nunca sabes a qué se refiere la gente cuando dicen que “el tiempo se para” hasta que lo vives. Durante los dos segundos que duró el primer disparo, todo se congeló y el bullicio que se había creado hace diez minutos cesó. El sonido de la bala marcó el inicio de los nueve minutos.

En el primer minuto, no le vimos. Solo pudimos escondernos bajo las mesas, intentando respirar lo menos posible. Las lágrimas caían silenciosamente y nadie se atrevía a mover un músculo. Los gritos desgarradores de la clase contigua resonaban en todo el edificio. Cada disparo precedido por una súplica ignorada. Nadie le podía parar.

No puedo decir con exactitud si ya habíamos pasado al segundo minuto cuando él decidió abrir la puerta del aula 207, en la que me encontraba. Entró con delicadeza, como si fuese a tomar asiento y escuchar la lección. No quise mirar, ni siquiera abrir los ojos. Uno, dos, tres… Nueve disparos. No más de veinte segundos. Ese es el tiempo que dedicó a todas las vidas perdidas de aquella clase.

Otro minuto perdido de los nueve. Nadie en el aula se movió. Podíamos escuchar como el agresor intentaba entrar a la fuerza en las aulas bloqueadas, sus gritos de frustración y las balas atravesando los cristales, las quejas de los heridos en otras clases… Podíamos escucharlo todo; sin embargo, no podíamos movernos. Estaríamos estancados en este instante para siempre.

En la clase en la que me encontraba, tres personas murieron al instante; seis heridas gravemente. La chica que terminaba en dos meses la universidad estaba tumbada en el suelo, respirando con dificultad y arropada por su mejor amiga. Nuestro profesor favorito, que nos había ayudado a escondernos a todos, aunque él se quedase fuera, tenía una bala en el corazón. Uno de mis amigos más antiguos, estudiante de matrícula, que se había dejado la piel para conseguir las mejores notas, se arrastraba por el suelo tratando de llegar a la ventana. Tantas vidas arruinadas…

Unos disparos tras otros fueron difuminándose en el fondo, convirtiéndose en la banda sonora de una película de terror. Nunca imaginé que podría llegar a pasarme a mí. Sí que lo has visto en las noticias, y has sentido compasión hacia las familias de las víctimas, claro. Pero nunca llegas a pensar que serías tú la que estuviese acallando los sollozos de un estudiante que tiene una herida de bala en el abdomen, y que probablemente abra las noticias esta noche. Ni tampoco que vayas a sentir el miedo y la incertidumbre por no saber si volverá porque ha decidido que no ha tenido suficiente.

Alrededor del minuto seis la gente empezó a saltar por las ventanas al no poder ver otra escapatoria. Él seguía inspeccionando las aulas y disparando a cualquiera que se pusiese en su camino. No importaba si era amigo, profesor, compañero… Balas y más balas. Alrededor de doscientas. Hasta que de repente, dos disparos finales. Un último grito. Y silencio. Un silencio tan intenso que me pitaban los oídos. Ya no sentía los pies, ni las manos; ni siquiera sabía si seguía viva.

Recuerdo poco de lo que ocurrió después. El cuerpo inerte de tantos alumnos y el del tirador al fondo del pasillo. Alguien retirando a mi compañero de mi regazo y llevándoselo en ambulancia. Mucha gente, quizá demasiada. Otra persona lavando la sangre de mis piernas, mis manos, mi cara… La policía en la puerta y los alumnos de otros edificios mirando por la ventana. Y luego una sensación de vacío muy grande, inexplicable.

Nueve minutos fueron suficiente para cambiar mi mundo y romperlo en mil pedazos. Como ya he dicho antes, el tiempo es un estúpido concepto. ¿Recuerdas lo que estabas haciendo el 16 de abril de 2007 entre las 9:42 y 9:51 de la mañana?

 

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