EL
SUSPENSO QUE DETERMINÓ MI VIDA
Octubre de 1945 “y aunque
tú casi terminases con mi vida, no voy a ser yo quien acabe con la tuya”. Me
presento, soy Isidro. Imagino que ahora mismo estarán un poco perdidos, así
que, les voy a poner en contexto.
Nos remontamos a
principios del año 1933. La guerra civil española, todavía no había empezado,
pero la tensión en el ambiente era bastante notable. Independientemente, los
ciudadanos intentábamos vivir con cierta normalidad.
En mi caso, seguía
saliendo con la mujer de mi vida, con Amalia. Llevábamos ya más de seis años
juntos, pero todavía no nos habíamos casado. Por otra parte, trabajaba en la
catedra de derecho canónico. Era profesor de alumnos jóvenes, tenía el puesto
de trabajo que tanto esfuerzo y dedicación me había costado conseguir. Tanto mi
familia como mis amigos estaban bien y contaban con mucha salud. En ese
entonces, estábamos súper unidos, y no divididos por ideologías y colores, como
pasaría unos meses más adelante. Veraneaba en Sebastián con la familia de
Amalia. Pues mis padres, tenían muy buena relación tanto con su familia, como
con su servicio y sus médicos; nos daban un trato siempre excepcional.
Sin embargo, pocos meses
más adelante, las cosas empezaron a cambiar. Empezó la guerra y ahora sí, las
tensiones se habían desatado. Dando lugar a un país dividido en dos partes, y
dominado por dos ideologías completamente opuestas. Por una parte, el bando
nacional, por otra el republicano. Y no se vayan a pensar que tuvimos el placer
de posicionarnos por nuestra propia ideología y voluntad. Nos dividió el
gobierno y con ello, miles de familias o amistades quedaron rotas. Es más, hasta
personas de un bando mataban a sus conocidos del otro. Fue algo, muy duro,
injusto y cruel. No obstante, yo era un afortunado, tenía mucha suerte y mis
condiciones no daban lugar a queja alguna.
Debido a todo este
panorama, hubo una cosa que formaba parte de mi que tuve que pasar a mantener
en secreto, porque si alguien de ideología contraria se enteraba, me matarían.
Antes no les he contado un detalle importante. Y es que yo, formaba parte del
grupo de derechas católico, CEDA. Mi personalidad, tenía mucha importancia
dentro de este grupo ya que, al trabajar en la cátedra de derecho canónico,
gozaba de información privilegiada. Este, era mi secreto mejor guardado. Sólo
lo sabían algunos de mis alumnos de la cátedra, aquellos que me informaban de
los hechos relevantes; y por otra parte mis familiares y amigos más cercanos.
Vivía con el miedo constante a ser descubierto, y al final, no fui descubierto,
sino que me traicionaron y por ello, me descubrieron.
En noviembre de ese mismo
año, del 33, mis alumnos de la catedra realizaron un examen muy importante
dentro de su carrera de formación.
Hubo uno de ellos, que se
llamaba Tomás, que realizó un examen nefasto. Y a pesar de ser uno de los
mejores estudiantes de la cátedra y uno de mis ayudantes más cercanos; no me
quedó otra que suspenderle. Este suceso enfadó a Tomás, se lo tomó personal y
eso le llevó a traicionarme. Le contó a su padre, del bando contrario, que
formaba parte de la CEDA y a partir de ese momento mi vida colgaba de un hilo.
La mañana del 16 de noviembre de 1933, llamaron a la puerta de mi casa cuatro
agentes, y sin respeto alguno, me agarraron entre los cuatro y me metieron en
la checa. No me pude despedir de nadie más que de Amalia, que con el corazón
partido se despidió de mí, pensando que sería la última vez que lo haría.
Dentro de la checa no
podía votar, y eso favorecía mucho al bando republicano, ya que como les dije,
mi persona tenía importancia relevante en el bando nacional. Pasé dos noches en
la checa, y cuando pensaba que iba a pasar la tercera, me sacaron de la checa y
me obligaron a meterme dentro de un camión. Me temía lo peor, ya que varios de
mis compañeros de la CEDA ya habían sido fusilados, sin embargo, nunca me
imagine que sería uno de ellos. Al llegar al descampado, presencié con mis
propios ojos como alineaban a tres o cuatro personas y con un fusilamiento se
las llevaban a todas y todo por delante. Todo por lo que habían trabajado, todo
su futuro, su familia; toda su vida. Me agobié, no les niego que yo también lo
pensé, pero no podía hacer nada. Yo no había decidido estar en territorio de
ideología contraria a la mía, así que al menos, iba a decir adiós a la vida
habiendo defendido lo que de verdad pensaba y no lo que el gobierno me hacía
pensar.
Pero, Dios estuvo conmigo
esa noche. Justo en el instante en el que me bajé del camión para ser fusilado,
Manuel, el hermano de mi abuelo, uno de los capitanes de la república; pasó por
allí y me vio. Al hacerlo, no tardo ni un instante en decir “pero como vais a
matar a ese”. Y esas palabras, fueron
las responsables de que, a día de hoy, ustedes puedan estar escuchando esta
historia. Mi tío abuelo, me salvó la vida. A pesar de tener ideologías
diferentes, nos seguía uniendo la sangre y todos los vínculos familiares. Así
que se encargó de que dos generales republicanos me llevasen a un piso
precintado republicano del que no podía salir, pues si lo hacía y alguien me
veía, me matarían a mí y a Manuel. El piso, estaba en la calle Santa Engracia,
y cuando llegué Amalia estaba allí esperándome.
Estuvimos ahí viviendo
juntos unos cuatro años. Tiempo en el que reflexioné en todo lo que me había
pasado y me podría haber llegado a pasar.
Tiempo, en el que me dí cuenta de que quería casarme con Amalia y salir
de ese piso precintado en cuanto pudiera. Y así fue, nos casamos. Y no se crean
ustedes que fue una de esas bodas como las de ahora, basadas en fiesta y
cientos de invitados. Nos casamos el 17 de mayo de 1938 en el piso, ese que
estaba haciendo de cárcel para nosotros, pero que a la vez, nos salvaba la
vida.
Estábamos ella, yo y un
sacerdote, que de la misma forma que nosotros, se escondía de los republicanos
en ese piso. Uno de los médicos de la familia de Amalia que veraneaba en San Sebastián,
fue nuestro testigo, y uno de nuestros mayores aliados durante todo ese tiempo.
Y al cabo de un año pudimos salir. Por fin éramos libres.
A pesar de seguir con
vida, una parte de mi guardaba rencor a mi exalumno Tomás por lo que me hizo.
Sin embargo, aprendí a perdonarle de la mano de Dios, ya que él me salvó la
vida a través de la familia que el mismo me dio. Fue él quien puso a Manuel en
ese momento e instante ahí para que me salvase. Estaré eternamente agradecido a Manuel por lo
que hizo. Porque no es de menos, salvar una vida, jugándote la tuya propia.
Y si les soy sinceros, me
hubiera encantado terminar de contar esta historia a mi hija María Amalia como
acaban de escuchar. Pero los planes del Señor, no son cuestionables ni
previsibles; y esta historia, historia que cambió mi vida y mi forma de verla y
vivirla, no acaba aquí. Ya habían pasado
5 años desde que terminó la guerra. Amalia y yo ya teníamos dos hijos, y poco a
poco las cosas volvían a la normalidad. Además, me dieron un puesto de trabajo
mucho mejor en el ministerio de justicia y ejercía un cargo muy importante.
Debido a eso, un día,
decidí ir al cine del centro de Madrid con mis nuevos compañeros. Al volver a
casa, tuve que coger el metro. Normalmente nunca cogía el ascensor, pero esa
vez me dio por cogerlo. Entré, y un hombre más joven que yo, cuya cara me
resultaba conocida también estaba ahí conmigo. Tardé un instante en darme
cuenta de que ese hombre cuya cara me resultaba familiar, era el mismo que casi
me quita la vida. Ese día, en ese momento, acababa de coincidir con Tomás, 7
años después de que me condenase a muerte. No les voy a mentir, sentí rabia e
impotencia. Trabajando donde trabajaba, podía acabar con su vida igual que él
casi hizo con la mía. Sin embargo, me acorde de que Dios me había salvado y yo
le había perdonado. Así que antes de bajarme del ascensor, le miré y me
reconoció, sabía perfectamente el puesto que ejercía en ese entonces y que
ahora el que podía condenarle era yo. Sin embargo, respiré, le sonreí y lo
único que le dije fue “y aunque tú casi terminases con mi vida, no voy a ser yo
quien acabe con la tuya”.
A las pocas semanas,
recibí una carta. Era del padre de Tomás, quién hizo que me arrestasen y me
llevasen a la checa. En ella, me daba las gracias por no haber matado a su hijo
y se disculpaba conmigo por lo que me hizo y por lo que me pudo llegar a haber pasado.
Cuando terminé de leerla, me sentí tranquilo, sabía que lo había hecho bien. Y
a partir de ese momento, seguí con mi vida trabajando igual de duro que había
hecho siempre, para poder darles a mis hijos y a Amalia, la mejor vida posible.
Vida, que casi me arrebatan, pero que ahora tenía más ganas que nunca de vivir.
Isabel Porqueras
Lozano 1A mayo 2023
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