Paula Sualdea (Cicatrices invisibles)


 

CICATRICES INVISIBLES

 

Hoy era el inicio de un nuevo curso, el primer día de clases como cualquier año después de un largo verano. Estaba en primero de la ESO y tenía tan sólo 13 años cuando empezó todo esto. Me había levantado con mucha ilusión por empezar una etapa nueva a pesar de que no quería que las vacaciones terminaran. Aun así, me levanté de la cama con ganas y me empecé a preparar. Una vez en la puerta del nuevo colegio me despedí de papá y mamá y entré insegura y con miedo. Llegaba sola a un sitio nuevo. Me sentía muy pequeña al lado de todo el mundo.

 

Sonó la campana y me decidí por entrar en clase. Mire a mis alrededores y veía a todo el mundo con su grupo de amigos, en cambio, yo estaba sola, sin nadie. Me senté en el primer sitio libre que había visto y empecé a sacar todas mis cosas encima de la mesa. Llegó el profesor y empezó a pasar lista hasta que llego mi turno. El profesor, sabiendo que era nueva, me presentó delante de toda la clase para intentar integrarme y conocer a alguien que me enseñara las instalaciones. Pasaban las horas y solo veía miradas hacia mí, les miraba y empezaban a susurrar. Me sentí sola durante todo el día. No tenía a nadie con quien hablar. Llegó la hora del recreo y como era de esperar estuve sola. No me estaba gustando nada este primer día de clases. Quería irme a casa ya, la gente no me lo estaba poniendo fácil integrarme en el colegio nuevo. A pesar de que no fue un día muy bueno, tenía esperanzas de que al paso de los días todo iba a mejorar.

 

Un día después entré a clase y la profesora me dijo:

-Señorita Méndez, ¿segundo día de clases y ya llega tarde?

-Le respondí: disculpe profe, me quedé dormida.

Al siguiente día, la profesora me preguntó:

- ¿Dormida en clase? Por segunda vez en la semana me disculpé con la profesora y continuó la clase.

 

Finalizada la primera semana de clases seguía sin tener a alguien con quien hablar, me sentaba sola en los bancos del patio hasta que una chica, que a mi parecer era bastante presumida, vino hacia mí y me dijo:

-Vete del banco, no es lugar para una chica como tú, jajaja…

-Muy nerviosa le contesté:

- ¿Por qué me tratas así?, no estoy molestando a nadie.

-Respondió:

- ¿Qué no te ves? Eres gorda y fea, vete y cállate.

Me fui de aquel banco muy triste y entré a clase otra vez. La profesora me llamó a su escritorio y me preguntó si me sentía bien, le dije que no, y le conté lo ocurrido, a lo cual me contestó: - ¿Qué Micaela dijo eso? ¡Imposible! Es una alumna impecable.

-Le contesté:

-Me lo dijo en serio…

-Me contestó:

-Gabriela, no está bien mentir. Vete y siéntate en tu sitio.

Fui a mi silla y me sentí aún peor, no pude hacer nada al respecto.

 

Al día siguiente en la entrada al colegio, Micaela y su grupito me siguieron hasta el baño. Cuando me puse en frente del espejo, vi que ellas estaban atrás mío riéndose, me empezaron a molestar, me empezaron a agredir física y verbalmente. Primero fueron palabras, luego notas, insultos y luego… golpes.

Siempre fui una persona muy alegre y sonriente, pero encontrar notas en mi mesa y en mis cuadernos con un montón de insultos fue, poco a poco, disminuyendo mi sonrisa y mi alegría.

 

Entrar al colegio era cada vez una tortura más grande, me sentía mal, no quería ir, me inventaba que me sentía mal para no ir, pero muy pocas veces mis padres me creían. Todos los días llegaba a casa y me encerraba en la habitación, no quería contarle a nadie nada lo que estaba pasando. Para mí estar en clases era una pesadilla. Los profesores ya ni siquiera me llamaban al pasar la lista, sabían que yo estaba allí, escondida. Faltaba a clase un día y era imposible conseguir los apuntes, puesto que nadie quería prestármelos. La verdad me dolía la agresión verbal y la cosas que decían, pero siempre traté de no prestarle atención… Hasta que la agresión se volvió física. Tenía moratones en las rodillas, mi camiseta siempre estaba sucia ya que me tiraban cosas encima. Ser insultada y humillada en público es realmente doloroso.

 

Todo eso me afectó de tal manera que dejé de comer, estaba deprimida y me sentía en completa soledad. El no comer me causó anemia, además, ya no hablaba, ya no reía. Pero gracias a la mano de un profesional consiguió que saliera de ahí. Empecé a comer, a sonreír, a hablar, a verle el lado positivo a la vida. Ahora estoy en un nuevo colegio, han pasado dos años y las cosas han mejorado.

 

Paula Sualdea Fernández, 1 ESO B, (febrero 2024)

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