EL
ABRIGO ROJO
Recuerdo el frio. El
aire helado cortaba mi rostro, la tierra mojada debajo de mis pies, las voces
susurrando a mi alrededor. No entendía bien por qué estábamos allí, ni cómo
había llegado hasta ese lugar. De alguna manera, todo parecía un sueño lejano,
confuso, pero al mismo tiempo muy real. No estaba acostumbrado a esta nueva
vida, a las miradas deshumanizadas de los soldados, a las filas interminables.
Era un día común, si es
que tal cosa existía entonces. Yo, como tantos otros, era solo una sombra más
entre sombras. Mi familia y yo éramos parte de ese grupo de personas que, en
algún momento, ya no teníamos nombre ni historia, solo números tatuados en la
piel de nuestro destino. Nos habían quitado todo: nuestros hogares, nuestra
dignidad, de nuestros sueños. Pero en ese momento, estaba acostumbrado a vivir
con miedo. El miedo a no saber si al día siguiente estaríamos vivos, a no saber
si nuestra existencia tenía algún valor para ellos, para los que nos miraban
con indiferencia, casi con desprecio.
Un día, como tantos
otros, nos llevaron al campo de concentración. La multitud se apretujaba, y el
aire olía a sudor, a desesperación. Los oficiales alemanes gritaban órdenes que
nadie entendía. De repente, un hombre vestido con un largo abrigo negro se acercó.
Era Oskar Schindler, un hombre de negocios que no parecía tener nada en común
con nosotros. Pero había algo en su mirada, algo que no podía descifrar. No era
como los demás. Los demás nos miraban con desprecio, como si estuviéramos
destinados a desaparecer. Pero él... él parecía vernos. Parecía comprender algo
que ni siquiera nosotros podíamos entender. En su mirada había una chispa de
humanidad.
El hombre se acercó a
un grupo de trabajadores, y por un momento, me fijé en una niña pequeña que
caminaba a su lado. Ella llevaba un abrigo rojo. Era extraño, porque entre
tanto gris, su abrigo era lo único que destacaba, lo único que parecía tener
color. Un color vibrante, un color que no debería estar allí. Fue entonces
cuando mi corazón se detuvo por un segundo. Miré a la niña, y sin saber por
qué, sentí que algo terrible estaba por suceder. Su abrigo rojo era la única
señal de humanidad en medio de todo ese horror.
El caos siguió. Las
mujeres, los niños, los hombres, todos agrupados, empujados de un lado a otro
como si no fuéramos más que ganado. Y el tiempo se convirtió en algo
intangible. Todo parecía estar sucediendo y a la vez no ocurrir nada. Pero algo
cambió aquel día. Schindler, el hombre con el abrigo negro, habló con los
oficiales, hizo algo. No entendí qué, ni cómo, pero cuando empezó a caminar, me
di cuenta de que varios de nosotros íbamos con él. Había algo en su voz, algo
en su forma de moverse, que nos hizo seguirlo.
Aquel hombre estaba
creando una lista. Una lista de nombres. Y yo, por un momento, fui parte de
ella. La niña del abrigo rojo ya no estaba a mi lado. No la vi más. En mi
mente, su abrigo rojo, tan brillante y visible, representaba la última chispa
de algo que ya habíamos perdido: nuestra humanidad. Quizás, ella también había
tenido la oportunidad de ser parte de esa lista, o tal vez, se había
desvanecido como todo lo demás. Nunca supe su destino.
Recuerdo que aquella
noche, después de la lista, me encontré mirando hacia el horizonte, con los
ojos llenos de lágrimas. No sabía si era por la tristeza de haber sobrevivido,
por el dolor de haber visto a tantos caer, o por la sensación de que aún
quedaba mucho por hacer. Pero lo que más me dolió fue pensar en aquellos que no
habían tenido la misma suerte, los que no habían llegado hasta la lista de
Schindler.
Hoy, después de tantos
años, sigo recordando aquel abrigo rojo. Esa niña cuya historia, como la de
muchos, se borró en el olvido. La historia de los que fuimos afortunados en
sobrevivir es una historia de gratitud, pero también de dolor. De todos aquellos
que no tuvieron la oportunidad de ser parte de esa lista. De los que, como la
niña, perdieron su vida sin que nadie pudiera hacer nada.
Oskar Schindler salvó a
muchos. Pero hoy, cuando pienso en aquel abrigo rojo, pienso en todos los que
no pudimos salvar. Y aunque pasen los años, la imagen de esa niña con su abrigo
rojo sigue viva en mí. Es un recordatorio de que nunca debemos olvidar. Nunca
debemos dejar que el miedo y el odio borren lo que nos hace humanos.
Daniela del Castillo, 1º Bachillerato A, N.º 7.
03/02/2025
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