Hugo García Hernández (Un susurro en el bosque)

 


UN SUSURRO EN EL BOSQUE

 

Emma se encontraba en el bosque. El cielo, que hasta hace poco estaba claro, se llenó de nubes grises que transformaron la tarde en una noche. Emma, que había salido a pasear por el bosque haciendo el mismo camino en el que solía ir con su abuelo, corrió a encontrar un sitio en el cual podría refugiarse para no mojarse por la lluvia. Sabía que no debía distanciarse tanto de su hermoso pueblo Jara, pero el encanto de ese sitio siempre la llevaba por inercia un poco más hacia dentro.

 

El viento sonaba entre los árboles, haciendo que las ramas se moviesen sin parar. Las gotas comenzaron a caer casi como con rabia. Calando su chaqueta en menos de un minuto. Fue entonces cuando vio la cabaña. No recordaba haberla visto antes, aunque había caminado por ese sendero cientos de veces. Dudó un instante, pero un trueno que resonó como un rugido la hizo decidirse. Corrió hacia la puerta de madera envejecida y empujó con fuerza. Para su sorpresa, se abrió con facilidad. El ambiente dentro era acogedor, se sentía extraña, como si alguien hubiera estado allí hace muy poco. Había una chimenea y la leña se mostraba apagada, pero con un ligero humo.

 

Emma avanzó con cuidado, se sentía rara, como si ese lugar le perteneciese pero que a su vez notaba que invadía un espacio ajeno. No tardó en notar que las paredes estaban cubiertas de símbolos escritos en una lengua que no parecía ni humana. En un rincón, un cuaderno abierto mostraba un boceto de un rostro familiar. Se acercó, sintiendo un escalofrío recorrer su espalda. Era su propia cara. Un sonido detrás de ella la hizo girar de golpe. Una figura estaba en la puerta. No pudo distinguir su rostro a contraluz antes de que pudiera reaccionar, la voz terrible y aguda, como de niña pequeña del desconocido rompió el silencio:

 

Te estaba esperando, Emma. A Emma le dio un vuelco el corazón, su voz sonaba igual que la de un psicópata. No entendía cómo ese hombre conocía su nombre ni por qué su rostro estaba en aquel cuaderno. No sabía si debía huir o quedarse. Sin embargo un sentimiento que nunca había notado le decía que se quedara, como si la voz del extraño fuese adictiva para sus oídos, le atraía.

 

¿Quién eres?, déjame vivir por favor, te lo suplico, dijo casi gimiendo. El hombre se acercó levitando. Su piel era pálida, y sus ojos hundidos reflejaban un brillo enfermizo, no hacía falta luz para verle la cara, de lo blanca que era. Alguien que ha esperado demasiado tiempo, susurró. Emma sintió que el aire se volvía más pesado. Un olor rancio, mezcla de humedad y carne podrida llenaron la cabaña. Entonces, su rostro se apagó, la habitación ahora oscuridad absoluta.

 

 Escuchó el sonido de sus pasos acercándose, pero ella permanecía inmóvil No podía ver nada, pero sentía la presencia del hombre cada vez más cerca. De repente, algo frío y áspero rozó su brazo. Emma gritó y retrocedió, golpeándose contra la mesa. A tientas, buscó algo con lo que defenderse, pero solo encontró el cuaderno. Lo sujetó con fuerza mientras su respiración se volvía agitada. Una risa baja y gutural se filtró en la penumbra. No corras, Emma. No servirá de nada. Entonces, la puerta de la cabaña se cerró de golpe. Emma se giró desesperada, tanteando la madera, buscando la manija, no la encontró. Unos dedos temblorosos ásperos y unas inmensas uñas la encontraron. Su mente gritaba que debía salir de allí, pero sus pies parecían pegados al suelo.

 

Nos conocemos desde hace mucho tiempo, continuó la voz mientras agarraba más fuerte a Emma. Aunque tú no me recuerdes… yo siempre te he estado observando. Las palabras le helaron la sangre. ¿Cómo era posible? Se obligó a calmarse, a pensar racionalmente. Tal vez era un lunático, un ermitaño que vivía en el bosque. Pero entonces, ¿cómo explicaba su rostro en el cuaderno? La oscuridad a su alrededor comenzó a cambiar. Emma sintió un hormigueo en la piel, una presión invisible que la hacía hundirse en el suelo, como si algo la estuviera envolviendo. Sus oídos zumbaban. Se cubrió la cabeza con las manos, cerrando los ojos con fuerza, esperando que todo terminara. Pero no terminó. Un susurro gélido acarició su oído:

 

Despierta. Abrió los ojos y la cabaña había desaparecido. Ahora estaba en un bosque diferente. Los árboles eran más altos, sus troncos retorcidos y cubiertos de una sustancia viscosa. No había viento, ni sonido alguno. Solo un silencio sepulcral. Emma sintió su pecho subir y bajar con dificultad.

 

Entonces los vio. Ojos. Decenas, cientos de ojos ocultos entre la maleza, observándola sin parpadear. Algunos eran humanos, otros tenían formas indescifrables que nunca habría podido describir, con  ojos que brillaban con un resplandor enfermizo. Un crujido detrás de ella la hizo volverse con rapidez. La figura del hombre estaba allí de nuevo, pero ya no era el mismo. Su piel parecía derretirse en algunas partes, dejando ver carne oscura y húmeda, un rostro anoréxico y encorvado que escupía sangre de su boca.

 

 Intentó correr, pero sus piernas no respondían. Entonces, el hombre levantó una mano y algo comenzó a brotar del suelo. Manos. Decenas de manos descarnadas emergían de la tierra, aferrándose a sus tobillos. Despierta, repitió él, con un tono más bajo, más… hambriento. Emma sintió que la arrastraban hacia abajo. Trató de resistirse, pero era inútil. La tierra se abrió bajo sus pies y la oscuridad la engulló.

 

De pronto, despertó en su cama, llovía. Su piel estaba empapada en sudor. Se sentó, llevando una mano a su pecho. Había sido un sueño. Pero entonces lo vio. Sobre su escritorio, había un cuaderno abierto. En la primera página, un dibujo. Su propio rostro, con los ojos muy abiertos y una expresión de horror. Y debajo de la imagen, una frase escrita con sangre: "Te estaba esperando, Emma". Miró a su alrededor y, cientos de cadáveres aparecieron en el suelo.

 

                                                                           Hugo García Hernández, 1ºB, 28 de marzo del 2025


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