Juan Infante (El anfieatro)

 


EL ANFITEATRO

 

El anfiteatro está expectante, yo estoy en medio de él, congelado. Miles de cámaras, jueces y periodistas me están mirando fijamente, a mí y solo y únicamente, a mí. No debo equivocarme, no debo hacer nada fuera de las reglas, o las cámaras captarán mi error y harán que sea permanente, los periodistas me lo recordaran una y otra vez y los jueces dictarán sentencia, encarcelándomela en una jaula solitaria para siempre. Escucho voces, murmullos por todas partes, seguro que todos ellos son sobre mí, debo actuar natural, como si no hubiera nadie, pero no soy capaz. Tampoco tengo nada que hacer, solo estoy ahí, y aun así me siento juzgado y observado.

 

Realmente no existe ningún anfiteatro, solo estoy en un paso de cebra, esperando para cruzar. Pero siento que todo el mundo me mira, que debo llenar un vacío en la sociedad siguiendo lo que todo el mundo sigue y guiándome de ello que todo el mundo se guía. Tengo mil voces que hablan sin parar en mi cabeza, mil demonios que me dicen que haga una cosa, mil angelitos que me dicen que haga otra, y yo lo único que quiero es paz, quiero calma en mi mente. Quiero estar conmigo, cosa que por desgracia no puedo hacer, porque no se van a callar. Dentro de mí no hay paz, no hay silencio, hay una constante conversación conmigo mismo, ¿Que quiero ser? ¿Quiero ser yo? ¿Quiero ser lo que pide la gente? No lo sé, y por desgracia en mi mente hay un infinito debate que parece que por el momento no va a cesar. Cuando parece que me voy a aclarar, llega un comentario, y vuelta a empezar.

 

Que fácil es hablar, decir cosas; ya sean buenas o malas, al final para eso aprendimos a hablar de pequeños. Pero qué difícil es hablar queriendo hablar, yo no soy capaz de ello, y por lo que he podido observar, ni yo, ni nadie. El ser humano vive de los que le digan, por qué; que maravilloso es escuchar un: “buen trabajo” o un: “que camiseta tan chula”. Pero que duro es tener que escuchar un: “a ver si lavamos la ropa, que es el segundo día que te veo con ese pantalón” o un: “que tonto eres” al equivocarte. Porque por tu comentario, ls camiseta mola ponérsela, pero el pantalón ya no va a ser la primera opción del armario, incluso ni la segunda. O eso que ha sido un buen trabajo, seguro que dan ganas de hacerlo una y otra vez. Pero el “que tonto eres” ya ha generado una inseguridad que va a tardar tiempo en irse. Y ya no solo comentarios directos, sino también chistes hirientes, que hacen el mismo efecto. Porque para que tú te rías 5 segundos, otro va a estar dando vueltas y vueltas en su cabeza durante días, semanas o incluso meses.

 

Por desgracia, a mí esto, me ocurre, un comentario me afecta y mucho, y con eso vuelvo al anfiteatro, donde todos me miran, donde el chiste puede que sea realidad, puede que realmente si sea tonto. Vuelvo a mi cabeza, donde mis mil demonios siguen discutiendo con mis mil ángeles, por lo que ahora tengo que cargar con lo mio y con tu chiste. No me parece justo, porque para que uno sea feliz (si es que a eso se le puede llamar felicidad) el otro tiene que sufrir. Y por desgracia, no soy, ni mucho menos, el único que sufre esto.

 

Yo tengo la suerte de tener personas que hacen equilibrio en la balanza, que me hacen sentirme bien conmigo mismo evitando que la balanza se equilibre. Pero ¿Y los que no tienen a alguien que equilibre la balanza? ¿Quién se encarga de ellos? ¿Te das cuenta, ¿no? Los humanos somos muy egoístas, actuamos y hablamos como si nada pasará después. Nosotros nos encargamos personalmente de mandar bombas nucleares a través de nuestra boca directa a la mente de otro, causamos guerras n la mente de la gente, solo por una necesidad de opinar. Que no está mal, el problema está cuando decides ser un maleducado, diciendo las cosas siempre de la forma más hiriente posible, me encantaría que toda la gente que habla tan rápido y que hace tanto daño, algún día reciba el daño que ha hecho de vuelta, a ver si los chistes ahora son tan divertidos.

 

En nuestras mentes, por desgracia vivimos guerras que no podemos abarcar y tenemos a todos los miembros del anfiteatro por fuera lanzando misiles contantes. Y así es como vivimos engañados, así creemos que si al decir algo mal, los periodistas lo predicarán a todo el mundo para poder arruinar nuestra vida, las cámaras lo dejarán todo en el recuerdo y jamás seremos perdonados. Y los jueces, son los peores de todos, los jueces somos todos nosotros, y aunque sea triste, el cerebro cree que recibiremos una condena de quedar encarcelados solos, que nos abandonarán. Pero eso no es así, porque el anfiteatro no existe, solo somos nosotros engañándonos a nosotros, y nosotros atacándonos a nosotros. Ojalá algún día todos lleguemos a querernos a unos mismos, para así dejar de tener la necesidad de opinar y tratar de ser como otros

Juan Infante Ruiz 1ºB 03/2025

 


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