DESPUÉS DEL APAGÓN
Cuando
la luz se apagó por última vez, nadie lo creyó realmente. Pensamos que sería
otra avería, otro corte temporal en el que bastaba con esperar unos minutos
para que todo volviera a brillar. Pero las horas pasaron, y luego los días, y
la oscuridad comenzó a instalarse entre nosotros como una nueva forma de vida.
Al
principio, el silencio era insoportable. Sin el ruido constante de los equipos,
sin los ecos de las videoconferencias, la ciudad sonaba desierta. Reflexionábamos
por las calles, desorientados, tratando de encontrar un sentido que no se
materializaba. Los teléfonos se habían convertido en objetos inútiles, las
farolas, esqueletos de luz sin vida que ya no alumbraban.
La
gente comenzó a hablarse más. En las puertas, en los balcones, en las plazas.
Redescubrimos el valor de la conversación, el sonido de una risa real, la
cercanía de las manos. Pero también volvió el miedo. Sin electricidad, los
hospitales no funcionarían completamente, no había agua por las tuberías y no
había alimentos que se conservaran. Las ciudades, acostumbradas a la
inmediatez, se convirtieron en laberintos de paciencia y espera.
Con
el paso de los meses, aprendimos a sobrevivir. A aprender a disfrutar los
apagones, a calentar agua al sol, a disfrutar las velas, a mirar las estrellas
en lugar de una pantalla. Algunos decían que la humanidad se estaba curando,
que el apagón era una oportunidad para empezar de nuevo. Sin embargo, para
entender que no todos querían aprender esa lección, solo bastaba mirar los
rostros cansados.
La
noche se volvió eterna, tan interminable que pareció abrazar el alma de todos.
El silencio, el encierro, el aislamiento; la calma era engañosa. La luz que se
creía propia no era tal, era un préstamo. La vida en modo interrumpida se había
dado por completo. A veces, cuando el viento sopla y las velas parpadean, hay
que recordar que el silencio de los fuegos sufre y no fatiga. La oscuridad solo
ha revelado lo que siempre estuvo ahí; nuestra soledad, y los cables rotos que
la llenan de angustia.
Sin
embargo, hay algo extraño en esta nueva vida en la oscuridad. Los niños juegan
de nuevo en las calles, las familias comparten sus cenas y los vecinos aprenden
a reconocerse por el sonido de sus voces en lugar de por sus rostros. Quizás el
precio de la electricidad fue olvidar que realmente estábamos vivos.
Ahora,
en la oscuridad, entendemos la intensidad de lo que habíamos perdido: el
silencio, la mirada del otro, el tiempo que solíamos dar libremente a las
máquinas. Quizás el apagón no fue el fin del mundo, sino el comienzo de uno más
real, más humano y mucho más triste.
Eventualmente,
la ciudad avanzó hacia ser verde. Las plantas prosperaban en los balcones, los
árboles rompían el pavimento y la vida silvestre regresaba a los espacios que
eran ruidosos y contaminados. Era como si la naturaleza, en la forma de vida
silvestre, hubiera estado esperando para recordarnos el valor de respirar.
Muchos vieron esto como un renacimiento, pero nosotros entendimos la verdad:
fue una consecuencia. El mundo seguía vivo. Éramos nosotros los que habíamos
apagado.
En
la tarde, cuando está tranquilo y en calma, me siento junto al fuego y miro las
sombras bailar en las paredes. No hay música para dar la bienvenida al
anochecer, no hay noticias que leer, no hay mensajes que interrumpan mis
pensamientos. Solo está el sonido del viento y el ocasional crepitar del fuego.
Entiendo que la luz del día puede que nunca regrese, pero en la oscuridad,
todavía hay un pequeño algo de nosotros. Un pulso tranquilo, débil, un pequeño
aliento que persiste, recordándonos que nos apagamos mucho antes que las
bombillas.
Alfonso García-Loygorri
1º
Bach (B)
Octubre 2025
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