UN REGALO QUE NO SABÍA QUE NECESITABA
Cuando pienso en el Jubileo de Jóvenes 2025, siempre siento lo mismo: que este viaje no empezó cuando salí de Madrid, sino mucho antes. Empezó en un momento de mi vida en el que estaba viviendo mi fe de manera intensa, pero también un poco desordenada por dentro. Había tenido convivencias preciosas, momentos en los que sentí a Dios de una manera tan fuerte que me sorprendía incluso a mí. Pero, al mismo tiempo, llevaba semanas algo confundida, intentando entender qué quería Él de mí y por qué algunas cosas no habían salido como yo esperaba.
Recuerdo que hubo situaciones que me dolieron, decisiones que yo deseaba que fueran de una manera y que al final no ocurrieron. Y todo eso me hizo plantearme muchas cosas. No era que dudara de Dios, porque nunca lo hice, pero sí me sentía un poco perdida. Sentía que Dios estaba, pero yo no lograba entenderle del todo. Es una sensación rara, como saber que Él está a tu lado pero no comprender por qué las cosas pasan así. Y con ese pequeño lío interior empecé este camino.
Mi parroquia, San Jorge, no organizaba el viaje al Jubileo, pero aun así yo tenía algo dentro, una especie de intuición fuerte, de esas que no sabes explicar pero que están ahí, diciéndote: “ve”. Así que me apunté a otra parroquia con una amiga. Al principio me imponía un poco porque no conocía demasiado al grupo y me daba miedo no encajar, pero aun así sentía mucha paz. Había una parte de mí que confiaba totalmente en que Dios tenía preparado algo para mí en ese viaje, aunque yo no supiera qué.
Salimos de Madrid el 25 de julio, muy temprano, casi de madrugada. Y aunque estaba medio dormida, dentro de mí había una emoción suave, una ilusión bonita que llevaba tiempo sin sentir. El viaje hacia Roma fue largo, con muchas paradas y ciudades. Visitamos Barcelona, Savona, Turín, Asís, Perugia… todas ellas preciosas. Pero, sinceramente, lo más importante no fue lo que mis ojos veían, sino lo que iba pasando por dentro.
Desde el principio sentí algo muy fuerte: Dios me estaba hablando a través de las personas. No de forma misteriosa ni complicada, sino de una forma muy sencilla y muy real. Cada conversación que tenía, incluso las que empezaban sin ninguna intención profunda, acababa diciéndome justo lo que necesitaba escuchar. Era como si Dios, cada día, me pusiera delante de la persona exacta. A veces era alguien del grupo, otras alguien que conocíamos por el camino, o incluso un comentario que alguien soltaba sin más… pero a mí me tocaba muchísimo.
Me pasó con las homilías también. Cada una parecía dirigida a mí. De verdad lo sentí así. Era como si Dios supiera exactamente qué necesitaba escuchar ese día. Yo, que llevaba semanas sin terminar de entender Su voz, de repente lo sentía todo claro. Poco a poco, sin hacer ruido, Dios me fue ordenando por dentro con una delicadeza preciosa.
Una de las experiencias más fuertes fue una conversación que tuve con unas religiosas. No me esperaba nada especial, pero desde el momento en que empezaron a hablar, sentí una paz enorme. Ellas contaban su historia, su vocación, sus decisiones, sus momentos buenos y sus momentos difíciles con una naturalidad y una alegría tan sinceras que me impresionó muchísimo. No había nada forzado. Todo lo que decían transmitía una felicidad verdadera, de esa que no depende de las circunstancias.
Y mientras las escuchaba, sentí algo precioso: me vi reflejada en ellas. No porque yo vaya a tener su vocación, sino porque entendí que lo que las hacía felices era estar cerca de Dios. Y entonces pensé en mí, en mi propio camino, en cómo yo también había cambiado desde que me acerqué más a Él. Me ayudó a recordar que la verdadera felicidad no viene de lo que nosotros planeamos, sino de confiar en Él y dejar que Él guíe todo. Aquel momento me ayudó muchísimo. Era justo lo que necesitaba escuchar.
Pero no solo fueron ellas. Mi grupo de amigas fue un regalo enorme. Ana, Marta, Adriana, Teresa, Irene y Astrid se convirtieron en mi familia durante esos días. Con ellas se me hizo todo más fácil. Desde el primer día me acogieron con cariño y me hicieron sentir que no estaba fuera de lugar. Compartimos horas de autobús, risas inesperadas, conversaciones profundas y momentos en los que simplemente sabíamos que Dios estaba ahí. En las horas santas y en los momentos de adoración sentí algo especial con ellas, como si todas estuviéramos viviendo lo mismo desde dentro, como si nuestras oraciones se unieran de una forma que solo Dios puede provocar. Me di cuenta de que necesitaba tener amigas como ellas cerca, gente que te suma, que te acompaña, que te hace ver a Dios en los pequeños detalles.
Y entonces llegó Roma. Roma no fue solo una ciudad bonita; fue un golpe de vida. Ver a miles de jóvenes reunidos, todos con el mismo deseo de encontrarse con Dios, fue impresionante. Yo nunca había visto algo así. Sentí una fuerza enorme, una alegría que venía de dentro, algo muy difícil de explicar con palabras. Uno de los momentos más emocionantes fue el encuentro con el Papa. Cuando pasó tan cerca, sentí una felicidad tan real que me emocioné sin querer. Fue una mezcla de paz y alegría que no sé ni describir. Ese instante me hizo entender, de una forma muy clara, que Dios me había llevado hasta allí para recordarme que nunca me había soltado de la mano.
En Roma también me encontré con catequistas y personas que habían sido parte de mi camino y que no veía desde hacía años. Y ese reencuentro, en ese lugar, en ese momento concreto, me hizo entender de verdad que los planes de Dios son perfectos. Que aunque yo no hubiera podido vivir este viaje con mi parroquia de siempre, Él tenía preparado otro camino igual de bonito, o incluso más, con esta otra parroquia que ahora siento como mi segunda casa.
Cuando volvió todo a la normalidad y regresamos a Madrid, sentí un poquito de nostalgia, como cuando algo muy bueno termina. Pero enseguida entendí que lo que había vivido no se quedaba en Roma. Todo lo que Dios me dijo a través de las personas, de las conversaciones, de las homilías y de mis amigas seguía dentro de mí.
Hoy puedo decir con total seguridad que este viaje me cambió por dentro. Me hizo volver a confiar, me recolocó, me dio paz y me hizo sentir más cerca de Dios que nunca. Y descubrí algo precioso: la felicidad verdadera está en caminar con Él.
Todo lo que soy, todo lo que tengo y todo lo que vivo… se lo debo a Dios. Y este viaje me lo recordó de la forma más bonita que podía imaginar.
Ana de Cevallos Linares, 1A, noviembre 2025
Comentarios
Publicar un comentario