Juan Piédrola Prieto (El secreto de los mayores)


 

EL SECRETO DE LOS MAYORES

Me llamo Ana y tenía ocho años cuando empecé a advertir que los mayores se hablaban en voz baja, porque no entendía por qué en mi casa no faltaba nada, mi padre trabajaba en una oficina del Estado y mi madre se ocupaba de todo. Sin embargo, cuando sonaba el timbre, los dos se miraban. ¿Acaso aguardaban malas noticias?

 

 Vivíamos en un tranquillo barrio de Madrid, en una casa con patio, el salón tenía una ventana desde donde se veía una bandera que ondeaba en la plaza con un águila negra. Mi madre me había dicho que era la bandera de España, y que el señor del retrato en el colegio era el “Caudillo”, el general Franco, el jefe del país y en clase, la maestra nos decía que había que rezar por él cada mañana, que gracias a él había paz y yo no sabía muy bien qué significado tenía eso, pero todas las niñas lo repetíamos. Un día pregunté a mi padre quién era exactamente ese señor. Él me sonrió un poco y me respondió: —Es el que manda ahora, hija. Antes mandaban otros. —¿Y por qué cambiaron? —insistí. —Porque hubo una guerra —contesta—. Pero lo importante es que ahora hay que mirar hacia adelante.

 

Yo no recordaba absolutamente nada de la guerra. Únicamente recordaba haber observado unas fotografías en blanco y negro de hombres vestidos de soldados, de casas rotas, destrozadas. Mamá decía que era mejor no hacer referencia a ello, que con las cuestiones de la guerra no había que preocuparse los niños. Y yo continuaba mis juegos en la calle, saltaba a la cuerda o iba a por pan con la libreta de racionamiento que todavía llevaban algunos vecinos. En la escuela hacíamos desfiles con motivo del 1 de abril y cantábamos canciones patrióticas.

 

 Yo lo consideraba casi como una fiesta porque nos daban la mañana libre y nos dejaba el uniforme bien planchado. Pero algunas veces volvía a casa y entonces encontraba la cara de mamá triste. Cuando le preguntaba el porqué de aquella tristeza me contestaba que estaba cansada. En verano íbamos al pueblo de mis abuelos. Allí todo era más alegre. Todo el mundo se conocía, se ayudaban, contaban historias al atardecer. También allí notaba que cuando "la guerra" o "la política" se presentaban, los adultos callaban en seguida. Recuerdo que una vez mi abuela dijo que lo mejor era no enterarse de líos. Yo pensé que los líos eran aquellos que tenían las criaturas, no los que tenían los adultos.

 

De vez en cuando, llegaban a casa cartas con unos sellos algo extraños. Papá se las leía en alto, pero en voz baja y después las guardaba en un cajón. No supe de qué se trataba mucho tiempo más tarde. Ahí no pensé ni que me camuflaran algo que no se podía decir, con el tiempo, empecé a conocer las sonrisas rápidas o las miradas que hablaban más que mil palabras de los extraños Era como si todos anduvieran sobre una cuerda.

 

 Cuando murió el general Franco yo ya era casi una chica. Algunas profesoras de mi colegio lloraban y otras se mostraban aliviadas. En mi casa, mis padres se intercambiaban el silencio largo rato. Papa dijo: —Esperemos que todo cambie para bien. Yo no entendía a qué se refería, pero, mientras tomábamos la cena, noté que los mayores respiraban un poco más tranquilos. Y ahí fue cuando me empecé a dar cuenta de que había vivido una época que no entendía, llena de secretos que los adultos mantenían a su alrededor para que no nos preocupásemos.

 

Juan Piédrola 1B 2/11/2025

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