EL SECRETO DE LOS
MAYORES
Me llamo Ana y tenía ocho años
cuando empecé a advertir que los mayores se hablaban en voz baja, porque no
entendía por qué en mi casa no faltaba nada, mi padre trabajaba en una oficina
del Estado y mi madre se ocupaba de todo. Sin embargo, cuando sonaba el timbre,
los dos se miraban. ¿Acaso aguardaban malas noticias?
Vivíamos en un tranquillo barrio de Madrid, en
una casa con patio, el salón tenía una ventana desde donde se veía una bandera
que ondeaba en la plaza con un águila negra. Mi madre me había dicho que era la
bandera de España, y que el señor del retrato en el colegio era el “Caudillo”,
el general Franco, el jefe del país y en clase, la maestra nos decía que había
que rezar por él cada mañana, que gracias a él había paz y yo no sabía muy bien
qué significado tenía eso, pero todas las niñas lo repetíamos. Un día pregunté
a mi padre quién era exactamente ese señor. Él me sonrió un poco y me
respondió: —Es el que manda ahora, hija. Antes mandaban otros. —¿Y por qué
cambiaron? —insistí. —Porque hubo una guerra —contesta—. Pero lo importante es
que ahora hay que mirar hacia adelante.
Yo no recordaba absolutamente nada
de la guerra. Únicamente recordaba haber observado unas fotografías en blanco y
negro de hombres vestidos de soldados, de casas rotas, destrozadas. Mamá decía
que era mejor no hacer referencia a ello, que con las cuestiones de la guerra
no había que preocuparse los niños. Y yo continuaba mis juegos en la calle,
saltaba a la cuerda o iba a por pan con la libreta de racionamiento que todavía
llevaban algunos vecinos. En la escuela hacíamos desfiles con motivo del 1 de
abril y cantábamos canciones patrióticas.
Yo lo consideraba casi como una fiesta porque
nos daban la mañana libre y nos dejaba el uniforme bien planchado. Pero algunas
veces volvía a casa y entonces encontraba la cara de mamá triste. Cuando le
preguntaba el porqué de aquella tristeza me contestaba que estaba cansada. En
verano íbamos al pueblo de mis abuelos. Allí todo era más alegre. Todo el mundo
se conocía, se ayudaban, contaban historias al atardecer. También allí notaba
que cuando "la guerra" o "la política" se presentaban, los
adultos callaban en seguida. Recuerdo que una vez mi abuela dijo que lo mejor
era no enterarse de líos. Yo pensé que los líos eran aquellos que tenían las
criaturas, no los que tenían los adultos.
De vez en cuando, llegaban a casa
cartas con unos sellos algo extraños. Papá se las leía en alto, pero en voz
baja y después las guardaba en un cajón. No supe de qué se trataba mucho tiempo
más tarde. Ahí no pensé ni que me camuflaran algo que no se podía decir, con el
tiempo, empecé a conocer las sonrisas rápidas o las miradas que hablaban más
que mil palabras de los extraños Era como si todos anduvieran sobre una cuerda.
Cuando murió el general Franco yo ya era casi
una chica. Algunas profesoras de mi colegio lloraban y otras se mostraban
aliviadas. En mi casa, mis padres se intercambiaban el silencio largo rato. Papa
dijo: —Esperemos que todo cambie para bien. Yo no entendía a qué se refería,
pero, mientras tomábamos la cena, noté que los mayores respiraban un poco más
tranquilos. Y ahí fue cuando me empecé a dar cuenta de que había vivido una
época que no entendía, llena de secretos que los adultos mantenían a su
alrededor para que no nos preocupásemos.
Juan
Piédrola 1B 2/11/2025
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