LAS VOCES DETRÁS DEL SILENCIO
No
lo soportaba más. Cada día era igual. Me levantaba a duras penas, no desayunaba
y cuando mamá me obligaba, lo hacía con desgana. Me dirigía al colegio
atemorizada, sentía un nudo enorme en la boca del estómago, que ya ni recordaba
cuando se había formado, tan solo sabía que deseaba con todo mi ser que se
deshiciera. Deseaba haber nacido en otro país, uno donde no tuviera que
sentirme como una extraña, ajena a todo lo que me rodeaba, como si no
perteneciera a ese mundo.
Cuando
llegaba a la puerta del cole, observaba la puerta de forma vacilante, una
incertidumbre me envolvía completamente, dudaba si entrar o no. Todas las mañanas
pensaba en dar la vuelta y correr lejos de allí, correr lo más rápido que
pudiese y esconderme en la seguridad de mi cuarto, allí donde nadie podía
verme.
Por
desgracia, no podía hacerlo. Recordaba las infinitas charlas que había tenido
con papá y mamá. "No les hagas caso, en cuestión de días habrá pasado”, me
decían al principio. Cuando la situación había empezado a ser más seria, decidí
no contarles cómo iban las cosas ya que, de algún modo, sentía que, si lo hacía,
sería como transpasarles la inmensa carga que sentía a ellos.
Pero
ellos tenían ojos y eran perfectamente conscientes de que algo no iba bien,
nada bien. Me pasaba las tardes durmiendo, apenas comía y constantemente tenía
los ojos rojos. Ellos me preguntaban, pero había desarrollado un apego
evitativo increíble y no quería hablar con nadie. Esto me entristecía aún más,
porque sabía que ellos eran las únicas personas que tenía, nunca recibiría una
mala contestación de su parte, nunca me empujarían, nunca se burlarían de mí.
Sin embargo, yo no sabía valorar esto. A menudo les gritaba, les ignoraba o les
hablaba con desprecio. Supongo que, simplemente, no quería hablar con nadie y
les culpaba a ellos de romper ese silencio tan reconfortante que sentía cuando
abría la puerta del piso.
Un
día todo eso cambió. Recuerdo aquel día a la perfección. Ocurrió en el recreo.
Todos los días, cuando sonaba la campana, me dirigía tan rápido como podía a
los aseos del pequeño patio. Pero ese 3 de febrero fue totalmente distinto. Al
salir de clase noté sus miradas clavadas en mí, casi como si me perforaran,
desde ese momento supe que algo terrible iba a pasar, intenté acelerar el paso,
pero me cogieron sin esfuerzo alguno.
Entré
al baño y al cabo de 3 segundos la puerta se volvió a abrir. Empezaron a corear
mi nombre entre risas, algo que solían hacer a menudo. Yo estaba acurrucada en
una de las cabinas. No había nadie más, solo ellas y yo, esas tres niñas que me
habían causado más pesadillas que cualquier película de terror.
Pasaron
otros 3 segundos, las risas cesaron y se convirtieron en murmullos. No estaba
muy segura de si quería escucharlas, pero por alguna razón agudicé el oído.
Sabía perfectamente que hablaban de mí y que algo planeaban, pero no lograba
entenderlas. Me detuve unos instantes a hacer suposiciones, tan solo quería
estar preparada. Un fuerte sonido me hizo abandonar mis pensamientos. Eran
patadas fuertes hacia la puerta de mi cabina que se mezclaban con chillidos, me
pedían que saliera entre insultos. Por alguna razón, ese día gritaban más
fuerte y sonaban más enfadadas de lo habitual. Un escalofrío recorrió mi cuerpo
cuando escuché un forcejeo de la puerta que al cabo de unos segundos resultó en
un clic. Habían conseguido abrir la puerta. En cuanto me vieron, se echaron a reír.
Carla,
la que actuaba como la líder de las tres, empezó a dar órdenes. Blanca, una
chica sin mucha personalidad la cual se limitaba a seguir durante todo el día a
sus dos amigas, me agarró del jersey, y Paula, la chica más guapa del colegio
que carecía también de personalidad, agarró mi mochila, la abrió y la arrojó al
retrete. Mientras tanto Carla se dedicaba a hacerme fotos y a pasarlas por el
grupo de clase. De vez en cuando soltaba algún escupitajo o alguna patada. Toda
esta situación me provocó un desmayo.
Lo
siguiente que recuerdo fue la intensa charla que tuve con mis padres, la cual
se intensificaba cuando descubrían un nuevo moratón. Al día siguiente no fui al
cole, sino que fueron mis padres. Estuvieron allí todo el día y cuando
volvieron solo dijeron: “No te preocupes cariño, no volverá a pasar". Yo
me lo creí, pero no fue así. Cada vez iba a peor y mis padres ya estaban
cansados de hablar con el colegio, el cual parecía no darle mucha importancia.
“Solo es cosa de niñas”.
Por
las noches no dormía me limitaba a pasar horas pensando cómo podía acabar ese
sufrimiento. Un día volví de casa con el labio inferior partido y con lágrimas
que brotaban como cascadas de mis ojos. La situación empeoraba por momentos y
ya había estado tres semanas pensando en la solución. No podía más, no merecía
la pena. Me dirigí a mi cuarto, cogí un boli y un papel del escritorio y empecé
a escribir, no sabía muy bien que poner, pero acabé a la media hora. Les conté
la historia desde el principio, cómo me sentía, les dije que los quería mucho,
que habían sido unos padres estupendos. También les agradecí todo lo que habían
hecho por mí y, por último, les pedí perdón. La tinta del papel se desvanecía
con las lágrimas por la esquinas, pero daba igual, ya no importaba.
Me
dirigí tímidamente a la cocina, cogí el botiquín de la encimera y me lo llevé a
mi cuarto aprovechando que no había nadie en casa. Cogí las pastillas, los
analgésicos de papá. Probé uno sin tan siquiera pensarlo, y luego otro, y otro...Estaba
harta de escuchar tantas voces, solo quería silencio, paz.
Por
último, quiero deciros que os quiero mucho, que habeis sido los mejores padres
del mundo y que sin vosotros esto habría ocurrido mucho antes. No sabía muy
bien como contaros todo esto con tanto detalle, pero os debía una mejor
explicación. Lo siento mucho, sé que soy muy egoísta pero no puedo más y espero
que algún día podáis entender.
Comentarios
Publicar un comentario