Lucía Nebot


 LAS VOCES DETRÁS DEL SILENCIO

 

No lo soportaba más. Cada día era igual. Me levantaba a duras penas, no desayunaba y cuando mamá me obligaba, lo hacía con desgana. Me dirigía al colegio atemorizada, sentía un nudo enorme en la boca del estómago, que ya ni recordaba cuando se había formado, tan solo sabía que deseaba con todo mi ser que se deshiciera. Deseaba haber nacido en otro país, uno donde no tuviera que sentirme como una extraña, ajena a todo lo que me rodeaba, como si no perteneciera a ese mundo.

 

Cuando llegaba a la puerta del cole, observaba la puerta de forma vacilante, una incertidumbre me envolvía completamente, dudaba si entrar o no. Todas las mañanas pensaba en dar la vuelta y correr lejos de allí, correr lo más rápido que pudiese y esconderme en la seguridad de mi cuarto, allí donde nadie podía verme.

 

Por desgracia, no podía hacerlo. Recordaba las infinitas charlas que había tenido con papá y mamá. "No les hagas caso, en cuestión de días habrá pasado”, me decían al principio. Cuando la situación había empezado a ser más seria, decidí no contarles cómo iban las cosas ya que, de algún modo, sentía que, si lo hacía, sería como transpasarles la inmensa carga que sentía a ellos.

 

Pero ellos tenían ojos y eran perfectamente conscientes de que algo no iba bien, nada bien. Me pasaba las tardes durmiendo, apenas comía y constantemente tenía los ojos rojos. Ellos me preguntaban, pero había desarrollado un apego evitativo increíble y no quería hablar con nadie. Esto me entristecía aún más, porque sabía que ellos eran las únicas personas que tenía, nunca recibiría una mala contestación de su parte, nunca me empujarían, nunca se burlarían de mí. Sin embargo, yo no sabía valorar esto. A menudo les gritaba, les ignoraba o les hablaba con desprecio. Supongo que, simplemente, no quería hablar con nadie y les culpaba a ellos de romper ese silencio tan reconfortante que sentía cuando abría la puerta del piso.

 

Un día todo eso cambió. Recuerdo aquel día a la perfección. Ocurrió en el recreo. Todos los días, cuando sonaba la campana, me dirigía tan rápido como podía a los aseos del pequeño patio. Pero ese 3 de febrero fue totalmente distinto. Al salir de clase noté sus miradas clavadas en mí, casi como si me perforaran, desde ese momento supe que algo terrible iba a pasar, intenté acelerar el paso, pero me cogieron sin esfuerzo alguno.

 

Entré al baño y al cabo de 3 segundos la puerta se volvió a abrir. Empezaron a corear mi nombre entre risas, algo que solían hacer a menudo. Yo estaba acurrucada en una de las cabinas. No había nadie más, solo ellas y yo, esas tres niñas que me habían causado más pesadillas que cualquier película de terror.

 

Pasaron otros 3 segundos, las risas cesaron y se convirtieron en murmullos. No estaba muy segura de si quería escucharlas, pero por alguna razón agudicé el oído. Sabía perfectamente que hablaban de mí y que algo planeaban, pero no lograba entenderlas. Me detuve unos instantes a hacer suposiciones, tan solo quería estar preparada. Un fuerte sonido me hizo abandonar mis pensamientos. Eran patadas fuertes hacia la puerta de mi cabina que se mezclaban con chillidos, me pedían que saliera entre insultos. Por alguna razón, ese día gritaban más fuerte y sonaban más enfadadas de lo habitual. Un escalofrío recorrió mi cuerpo cuando escuché un forcejeo de la puerta que al cabo de unos segundos resultó en un clic. Habían conseguido abrir la puerta. En cuanto me vieron, se echaron a reír.

 

Carla, la que actuaba como la líder de las tres, empezó a dar órdenes. Blanca, una chica sin mucha personalidad la cual se limitaba a seguir durante todo el día a sus dos amigas, me agarró del jersey, y Paula, la chica más guapa del colegio que carecía también de personalidad, agarró mi mochila, la abrió y la arrojó al retrete. Mientras tanto Carla se dedicaba a hacerme fotos y a pasarlas por el grupo de clase. De vez en cuando soltaba algún escupitajo o alguna patada. Toda esta situación me provocó un desmayo.

 

Lo siguiente que recuerdo fue la intensa charla que tuve con mis padres, la cual se intensificaba cuando descubrían un nuevo moratón. Al día siguiente no fui al cole, sino que fueron mis padres. Estuvieron allí todo el día y cuando volvieron solo dijeron: “No te preocupes cariño, no volverá a pasar". Yo me lo creí, pero no fue así. Cada vez iba a peor y mis padres ya estaban cansados de hablar con el colegio, el cual parecía no darle mucha importancia. “Solo es cosa de niñas”.

 

Por las noches no dormía me limitaba a pasar horas pensando cómo podía acabar ese sufrimiento. Un día volví de casa con el labio inferior partido y con lágrimas que brotaban como cascadas de mis ojos. La situación empeoraba por momentos y ya había estado tres semanas pensando en la solución. No podía más, no merecía la pena. Me dirigí a mi cuarto, cogí un boli y un papel del escritorio y empecé a escribir, no sabía muy bien que poner, pero acabé a la media hora. Les conté la historia desde el principio, cómo me sentía, les dije que los quería mucho, que habían sido unos padres estupendos. También les agradecí todo lo que habían hecho por mí y, por último, les pedí perdón. La tinta del papel se desvanecía con las lágrimas por la esquinas, pero daba igual, ya no importaba.

 

Me dirigí tímidamente a la cocina, cogí el botiquín de la encimera y me lo llevé a mi cuarto aprovechando que no había nadie en casa. Cogí las pastillas, los analgésicos de papá. Probé uno sin tan siquiera pensarlo, y luego otro, y otro...Estaba harta de escuchar tantas voces, solo quería silencio, paz.

 

Por último, quiero deciros que os quiero mucho, que habeis sido los mejores padres del mundo y que sin vosotros esto habría ocurrido mucho antes. No sabía muy bien como contaros todo esto con tanto detalle, pero os debía una mejor explicación. Lo siento mucho, sé que soy muy egoísta pero no puedo más y espero que algún día podáis entender.

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