CUANDO EL TIEMPO SE HACE CARO
Cuando pienso en economía, casi siempre me vienen
a la cabeza palabras raras que pone en el libro: PIB, inflación, oferta y
demanda. Pero la primera vez que sentí de verdad lo que es “el valor” no fue en
clase, fue en 2º de la ESO, sentada en la mesa del salón, con los deberes a
medio hacer y el móvil al lado, cuando mi madre llegó del hospital de ver a mi
abuelo.
No hizo falta que nadie dijera la palabra. “Al
abuelo le han visto algo y tiene que empezar tratamiento”, fue lo único que
dijo. Yo me quedé impactada por la noticia temblando. En las pelis todo parece
más ordenado: operación, recuperación, final medio feliz. En nuestra casa
empezó algo más largo, más lento y más caro, aunque yo al principio no lo
entendía así.
Durante 3º y parte de 4º de la ESO, nuestra vida
empezó a girar alrededor de hospitales, análisis, pastillas y visitas. El
abuelo siempre había sido el fuerte de la familia, el que hacía chistes malos
en las comidas, el que decía que el dinero sirve “para vivir tranquilos, no
para presumir”. De repente estaba cansado, más delgado, y preguntando por
facturas, por si esto lo cubre la Seguridad Social o no, por el coste de un
medicamento u otro. Una tarde le escuché decirle a mi padre: “No quiero ser una
carga”. Esa frase me dolió más que cualquier resultado médico.
Ahí empecé a ver la economía con otros ojos. En
clase nos explican que los recursos son limitados y que siempre hay que elegir.
En mi casa lo veía claro: mis padres haciendo cuentas para la gasolina del
hospital, organizando turnos para acompañarle, dejando alguna hora extra en el
trabajo para poder estar con él. El coste ya no era sólo el dinero; era el
tiempo, el cansancio, los nervios. Sin que nadie lo dijera, todos empezamos a
tratar el tiempo con él como si fuera algo muy caro que no podíamos desperdiciar.
Yo tenía 15 años y, sinceramente, no podía decidir
tratamientos ni pagar grandes cosas. Pero sí podía elegir qué hacía con mis
tardes. Antes me las pasaba entera en el móvil, viendo vídeos que ahora ni
recuerdo. Ese año empecé a ir más al hospital, a sentarme a su lado aunque
estuviera dormido, a contarle cosas de como me habia ido el colegio cuando estuviera despierto. Una vez, mientras
le sujetaba la mano, me dijo en voz baja: “Si pudiera comprar algo ahora, sería
un poco más de tiempo con vosotros”. No lo dijo como frase bonita para quedar
bien, lo dijo cansado, con los ojos cerrados. Y ahí entendí algo que no viene
en el libro.
En economía hablamos del coste de oportunidad: lo
que pierdes cuando eliges otra cosa. Yo dejé de ir a algunos planes, de
quedarme hasta tarde hablando con mis amigas, de preocuparme tanto por
tonterías, y lo cambié por estar con él. Si lo miro sólo como una “decisión
racional”, salí ganando. Porque cada tarde allí me dio algo que no se puede
pagar: la sensación de que no me quedó todo por decirle.
Una de las cosas que más
me hizo pensar es que un país no se mide solo por el dinero que tiene, sino por
cómo responde cuando alguien lo está pasando mal. Cuando ves de cerca una
enfermedad larga, te das cuenta de que no es solo un tema médico, también es
organización: si hay ayuda, si hay información clara, si las personas no se
sienten solas. A mí me ayudó a entender mejor palabras como “sistema público”,
“derechos” o “igualdad de oportunidades”, no porque las leyera en un libro,
sino porque vi que detrás de ellas hay personas reales que necesitan que esas
palabras sean verdad y no solo teoría.
El cáncer de mi abuelo me enseñó que la vida no es
sólo números, es cómo se reparten las oportunidades cuando pasan cosas que
nadie quiere. Que el tiempo es un recurso de verdad, no una frase de agenda.
Que una familia hace su propio “presupuesto” de abrazos, horas, visitas y
fuerzas, y que a veces lo más inteligente no es ahorrar minutos, sino gastarlos
sin miedo en la persona que sabes que no va a estar siempre.
No sé si este relato tendrá la mejor estructura
del mundo, pero es lo más sincero que puedo escribir. Porque ahora, cuando en
clase hablamos de riqueza, de crecimiento o de crisis, yo no pienso sólo en
gráficos. Pienso en la habitación del hospital, en mi abuelo apretando mi mano
y en todo lo que mi familia ajustó, sin quejarse demasiado, para que pudiera
sentirse acompañado. Y si algo he aprendido de todo esto es que, para mí, ser
rica algún día no será tener muchas cosas, sino tener el suficiente tiempo y
tranquilidad para estar con las personas que quiero cuando más me necesitan.
María Íñiguez Disla
1ºF
noviembre 2025
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