Mario Jerez Arellano (La última elección)


 

LA ÚLTIMA ELECCIÓN

La noche era pesada, a pesar del calor bochornoso que hacía yo sentía frío. Últimamente habíamos escuchado malas noticias de las aldeas de al rededor, a los que todos llamábamos “los ejecutores” estaban cerca. Siendo conscientes de la situación en la que estábamos envueltos desde hace muchos años, salimos como de costumbre a celebrar la eucaristía a escondidas. Yo iba con mi hermano pequeño Kwame, desde que éramos chiquillos nuestra madre nos inculcó los valores de la fe cristiana que ella procesaba, falleció de malaria antes de que mi hermanito pudiera ser consciente de cómo era su madre y lo buena que era con todo el mundo. Y desde entonces le intento transmitir con el mismo amor y cariño con el que hizo nuestra madre conmigo el amor a Jesús y al prójimo. La capilla, oculta, era una pequeña habitación donde apenas cabíamos seis.

 

Esa noche estábamos todos apagados, había sido una semana larga para todos, y escuchar las malas noticias de las aldeas vecinas desalentaban. Se escuchaba en nuestras voces que nos pesaba el cansancio.

 

La Eucaristía fue más corta que otras veces. Teníamos un mal presentimiento. Esta vez apenas nos despedimos, íbamos a continuar con la rutina, y justo antes de salir para volver a nuestras casas, oímos pasos afuera. Pasos lentos, seguros. Como si ya supieran dónde estábamos. Nadie se impacientó. Nadie dijo nada. Fue automático. Intentamos salir por la trampilla que daba a un pequeño pasadizo bajo tierra. Kwame entró primero. Y yo iba después, era un estrecho pasadizo y apenas cabía, aquel momento fue asfixiante.

 

Sentí miedo real casi paralizante. Nunca antes había sentido algo igual, era una mezcla entre; angustia, miedo y responsabilidad, pero sabíamos que tarde o temprano íbamos a tener que enfrentar esta situación y que no iba a ser nada difícil.  

 

Entonces una mano me agarró desde atrás. Fuerte. Sin avisar. Me sacó de golpe. Me arrastraron afuera, entre la confusión, intenté encontrar a mi hermano para saber si le habían capturado también. No supe si había logrado avanzar o si ya lo tenían también.

 

Uno de los hombres se acercó. No necesitó gritar. No necesitó levantar un arma. Me habló muy cerca del rostro, como si quisiera que yo sintiera cada palabra. Me dijo que podía salvarme. Que solo tenía que renunciar. Que lo dijera y viviría. Que lo dijera ahora.

 

Sentí que mis pensamientos flotaban por el aire, tenía que tomar una decisión. No quería que mi hermano se tuviera que quedar solo, pero tampoco le podía fallar a la fe que me había heredado mi madre.

 

Mis piernas temblaban. Mi boca temblaba. No controlaba nada.

Aquel hombre seguía esperando mi respuesta, con odio y rabia en su mirada.

Estaba indeciso, porque las dos opciones me parecían correctas.

Entonces…

abrí la boca, y dije…

 

 

 

Mario Jerez Arellano

12, 1ºB

11/2025

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