ENTRE ALARMAS Y PROMESAS
Durante
la madrugada del jueves 24 de febrero, mis padres me despertaron con pánico y
gritos. Yo no sabía que estaba pasando, así que fui al salón a preguntar a mi
hermana Shasha que ocurría. Me la encontré llorando desconsoladamente en una
esquina. En el momento que levantó la mirada hacia mí y me contó como los rusos
habían invadido nuestro país natal, supe que mi vida iba a cambiar por
completo.
Mis
padres encendieron el televisor para ver las noticias, me quede paralizada al
ver las imágenes tan devastadoras que nunca se borrarán de mi memoria. Todo
parecía sacado de una película ficticia: explosiones, gente corriendo,
edificios derrumbados... El problema es que no era imaginario. Era Kiev. Era mi
ciudad.
Mi
madre lloraba en silencio abrazada a mi padre, quien no paraba de hacer
llamadas frenéticamente. Yo no podía moverme de ahí, como si mi cuerpo hubiera
olvidado como funcionar. En cuestión de minutos empezaron a sonar alarmas por
toda la capital. Tenía mucho miedo porque no sabía si mis amigos estaban bien,
si mis tíos y primos habían conseguido escapar o si mis compañeros de clase
estaban vivos. Mi teléfono no dejaba de sonar, pero las llamadas eran breves e
inestables, o simplemente ni se conectaban. La red estaba saturada, como si
todo un país estuviese gritando al mismo tiempo. Mi hermana me sacó de mis
propios pensamientos, diciéndome que teníamos que ir a por mi abuela ya que
papa estaba seguro de que su barrio iba a ser bombardeado. Fui a mi cuarto y
preparé una mochila con mis pertenencias y necesidades básicas para el camino. Al
cabo de 15 minutos, papa y yo pusimos rumbo a casa de mi abuela mientras mamá y
Shasha preparaban maletas y buscaban trenes y hoteles para poder huir.
En
el momento que puse un pie en la calle tuve un choque de realidad, era peor de
lo que me esperaba. El cielo estaba cubierto con una gran nube de humo gris y
la gente corría en todas las direcciones, algunas con maletas hacia la estación
de tren y otros sin rumbo, sin saber a dónde ir y sin lugar para esconderse. A
medida que caminábamos, se oían cada vez más cerca sonidos de explosiones y el
mínimo ruido nos obligaba a mirar a mi padre y a mi hacia arriba. Conseguimos
llegar a casa de mi abuela, que ya nos esperaba en la puerta con una maleta. No
dijo nada, solo nos abrazó muy fuerte. La vuelta a casa fue mucho más dura, se sentía
pesada porque estábamos recorriendo una ciudad en ruinas que durante todas
nuestras vidas había sido un lugar lleno de recuerdos.
Cuando
llegamos, mamá y Shasha estaban llorando en el salón. Nos dijeron que las carreteras,
estaciones de trenes y los buses estaban colapsados y que no nos podríamos ir
hasta dentro de dos días. Además, el tren nos dejaría justo antes de la
frontera con Polonia y tendríamos que correr el riesgo de encontrarnos al
ejército ruso, que acabaría con nuestras vidas.
Esos
dos días fueron los más largos de mi vida, durante la noche, teníamos que hacer
turnos para dormir por si, en caso de que pasase algo, un familiar lo supiese y
nos avisase al resto. Por el día, la abuela se ponía al lado de la ventana a
reflexionar, esperando un rayo de sol como si fuese esperanza, pero el cielo
siempre estaba repleto de pólvora y cenizas. Shasha y yo contábamos anécdotas
de nuestros veranos en el campo, en la pista de hielo con nuestras amigas o los
cumpleaños en casa de la abuela con toda la familia. Esos recuerdos me hacían
preguntar si alguna vez volveré a ver Kiev como la ciudad que conocía antes.
Mamá y papá actuaban como si todo fuera a salir bien, en cambio, cada vez que
encendían la televisión se ponían nerviosos y a mamá le temblaban las manos.
Llegó
la mañana del 26, estábamos todos preparados con nuestras maletas y
pertenencias más valiosas cuando mi padre nos dijo que por la noche, después de
numerosos intentos, había conseguido contactar con mi tío, pero él no tenía
forma de salir del país ya que solo consiguió billetes para mi tía y mis primos.
Papá logró comprar 2 billetes para el 27 a mediodía, eso significa que nos
tendríamos que separar. Al despedirnos, mi padre nos abrazó con fuerza uno a
uno, a mi hermana le dijo que fuera valiente. A mi madre le susurró que
confiaba en ella y que por favor cuidara de todas. A mi abuela la dio un beso y
la prometió que volvería. Cuando llegó mi turno, me miró a los ojos y me dijo:
“No tengas miedo, vas a estar bien y cuando todo pase, volveremos a casa
juntos.”
Conseguimos
montarnos en el tren y mamá soltó el primer suspiro de alivio después de mucho
tiempo. Pero yo no podía para de pensar en papá, me daba mucho miedo perderle.
Cuando llegamos a la frontera con Polonia tuvimos mucha suerte de no
encontrarnos a ninguna tropa rusa por el camino. En el momento que pisé tierra
polaca sentí liberación. Por primera vez después de tres días vi el sol, y
lloré, lloré porque me sentí a salvo, pero a la misma vez estaba rota porque
había dejado atrás mi hogar, a mi padre, a mis amigos y mi vida. No sabía
cuándo volvería, pero por lo menos ahora tenía un lugar seguro en Polonia.
Intentamos
contactar a mi padre y no hubo suerte. Al día siguiente fuimos al punto de
encuentro a las 18:35 pero papá nunca apareció. Esa noche lloré
desconsoladamente, no podía ser, no era posible, mi padre no podía haber
muerto, no así. Pasaron los meses y no había día que no fuéramos a preguntar
por los recién llegados al país, en cambio, ni el nombre de mi padre ni el de
su hermano eran nombrados. Yo me fui a un colegio de Estados Unidos a continuar
con mi educación. El 15 de octubre de 2023 recibí una llamada de mi madre que
me dijo que tenía que coger un billete de avión con mi hermana de vuelta a
Polonia que era muy importante. El 16 a la madrugada llegamos y allí estaba
esperándonos mi madre y mi abuela, pero de repente vi una cara familiar, salté
corriendo a sus brazos porque era la primera vez que veía a mi padre después de
un año. Ya no me importaba volver a Ucrania porque me di cuenta de que todo lo
que necesitaba era mi familia.
Mientras
unos ven noticias e historias de esta guerra, otras personas tienen que
vivirla. Esta historia es el vivo relato de una amiga mía llamada Alina
Borisova quién sufrió las consecuencias de la guerra, pero sobrevivió y ahora está
estudiando la universidad en Estados Unidos.
Marta
Serna Cabezón, 1º Bachillerato A, noviembre de 2025,
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