Pablo Méndez (Presión)





 

PRESIÓN

Jamás logré habituarme al silencio de las mañanas en ese sitio. Era un silencio denso, como si el aire tuviera miedo de moverse. A veces, me despertaba antes del alba y me quedaba sentado, viendo la pared de piedra mientras oía mi respiración. En ocasiones deseaba que la respiración se detuviera, únicamente para no sentir el peso del día siguiente.

 

No siempre fui lo que soy ahora.


En el pasado, era simplemente un joven de diecisiete años que iba al colegio en autobús y que soñaba con estudiar ingeniería o música, aunque aún no tenía muy claro lo que quería. Andaba con auriculares y el mundo parecía enorme, colmado de posibles caminos. Pero la vida puede convertirse en un angosto pasillo en cuestión de segundos.  

 

Una tarde, a la salida del colegio, acepté subir a una furgoneta porque llovía y ofrecieron llevarme a casa. Confié.

Cuando me quise dar cuenta, mis manos estaban atadas. Me encontraba en un oscuro sótano.

 

No buscaban dinero. Querían mi obediencia.

 

Durante días me hablaron, sin gritar al principio. Me dijeron que el mundo estaba manipulado, que yo era insignificante, que podía ser parte de algo más grande, me trataban de comer la cabeza.  Con el tiempo, esas palabras se metieron en mí. Me quebraron despacio. Luego vinieron los golpes, la falta de sueño, las órdenes.

 

La primera tarea fue observar. La segunda fue dejar una bolsa en una cabina telefónica. Días después, oí en la radio que un almacén abandonado había explotado. Nadie murió. “Un aviso”, dijeron. Y supe que yo ya estaba dentro. Que no había vuelta atrás.

 

Me volví alguien que obedecía. No porque quisiera, sino porque resistirse dolía más. Me vigilaban siempre. Incluso cuando pensaba.

 

Hasta que llegó la noche que cambió todo.

 

Nos ordenaron entrar en una casa. Dentro había una familia. Recuerdo sobre todo al niño: me miró como si ya supiera lo que iba a pasar. Vi en él lo que yo había sido antes de romperme.

Me ordenaron sujetar al padre. Él me miró a los ojos. No me suplicó. Solo comprendió. Y esa comprensión me destrozó por dentro.

 

Dije que no. Lo dije gritando, con todo lo que me quedaba. Después todo fue confuso: ruido, golpes, cuerpos moviéndose. Corrí. Corrí hasta que las piernas fallaron.

 

Desde entonces me escondo. Cambio de lugar, de ropa, de nombre. A veces me veo reflejado en un escaparate y no me reconozco. No sé si huyo de ellos o de mí.

 

No sé qué pasó con esa familia. Si escaparon. Si viven con miedo. Si el niño logró olvidar aquella experiencia.

 

Solo sé que cada noche cierro los ojos y lo veo mirándome, como si aún esperara mi decisión, con la misma cara que tenía aquel día.

 

Ahora, mientras escribo esto, escucho pasos cerca.

 

No sé si son los suyos.

 

Quizá me encuentre.

Quizá huya otra vez.

Quizá esta historia aún no ha terminado.

 

El final sigue abierto.

Y no sé quién lo escribirá.

 

Pablo Méndez Marín-Lázaro 1ºBACH A 6/11/2025

Comentarios