PRESIÓN
Jamás logré habituarme al silencio
de las mañanas en ese sitio. Era un silencio denso, como si el aire tuviera
miedo de moverse. A veces, me despertaba antes del alba y me quedaba sentado,
viendo la pared de piedra mientras oía mi respiración. En ocasiones deseaba que
la respiración se detuviera, únicamente para no sentir el peso del día
siguiente.
No siempre fui lo que soy ahora.
En el pasado, era simplemente un joven de diecisiete años que iba al colegio en
autobús y que soñaba con estudiar ingeniería o música, aunque aún no tenía muy
claro lo que quería. Andaba con auriculares y el mundo parecía enorme, colmado
de posibles caminos. Pero la vida puede convertirse en un angosto pasillo en
cuestión de segundos.
Una tarde, a la salida del colegio,
acepté subir a una furgoneta porque llovía y ofrecieron llevarme a casa.
Confié.
Cuando
me quise dar cuenta, mis manos estaban atadas. Me encontraba en un oscuro
sótano.
No
buscaban dinero. Querían mi obediencia.
Durante
días me hablaron, sin gritar al principio. Me dijeron que el mundo estaba
manipulado, que yo era insignificante, que podía ser parte de algo más grande,
me trataban de comer la cabeza. Con el
tiempo, esas palabras se metieron en mí. Me quebraron despacio. Luego vinieron
los golpes, la falta de sueño, las órdenes.
La
primera tarea fue observar. La segunda fue dejar una bolsa en una cabina
telefónica. Días después, oí en la radio que un almacén abandonado había
explotado. Nadie murió. “Un aviso”, dijeron. Y supe que yo ya estaba dentro.
Que no había vuelta atrás.
Me
volví alguien que obedecía. No porque quisiera, sino porque resistirse dolía
más. Me vigilaban siempre. Incluso cuando pensaba.
Hasta
que llegó la noche que cambió todo.
Nos
ordenaron entrar en una casa. Dentro había una familia. Recuerdo sobre todo al
niño: me miró como si ya supiera lo que iba a pasar. Vi en él lo que yo había
sido antes de romperme.
Me
ordenaron sujetar al padre. Él me miró a los ojos. No me suplicó. Solo
comprendió. Y esa comprensión me destrozó por dentro.
Dije
que no. Lo dije gritando, con todo lo que me quedaba. Después todo fue confuso:
ruido, golpes, cuerpos moviéndose. Corrí. Corrí hasta que las piernas fallaron.
Desde
entonces me escondo. Cambio de lugar, de ropa, de nombre. A veces me veo
reflejado en un escaparate y no me reconozco. No sé si huyo de ellos o de mí.
No
sé qué pasó con esa familia. Si escaparon. Si viven con miedo. Si el niño logró
olvidar aquella experiencia.
Solo
sé que cada noche cierro los ojos y lo veo mirándome, como si aún esperara mi
decisión, con la misma cara que tenía aquel día.
Ahora,
mientras escribo esto, escucho pasos cerca.
No
sé si son los suyos.
Quizá
me encuentre.
Quizá
huya otra vez.
Quizá
esta historia aún no ha terminado.
El
final sigue abierto.
Y
no sé quién lo escribirá.
Pablo
Méndez Marín-Lázaro 1ºBACH A 6/11/2025
Comentarios
Publicar un comentario